El acuerdo de investidura PP-Ciudadanos se ha saldado con un incremento anual del gasto público de 8.000 millones de euros: 2.100 millones para el complemento salarial, 1.500 millones para un plan de choque contra la pobreza infantil y otros 4.000 millones para una macedonia de programas estatales muy variados (activación de empleo, transferencia tecnológica, refuerzo educativo, dependencia, lucha contra el fraude, etc.). Semejante incremento del gasto pretende sufragarse con un aumento del Impuesto de Sociedades (4.000 millones de euros), con una más agresiva lucha contra el fraude fiscal (2.000 millones) y con una supresión de las duplicidades administrativas (otros 2.000 millones).
Gran parte de las propuestas de gasto contenidas en el acuerdo serían criticables al margen de cuál fuera la situación financiera de España. Por ejemplo, los efectos del complemento salarial están muy estudiados allá dónde ha sido implantado (en esencia, EEUU y Reino Unido): tiende a deprimir los salarios brutos tanto entre quienes cualifican para recibir el complemento como, sobre todo, entre quienes no cualifican para ello (pues son sustituidos por quienes sí lo hacen). Por ejemplo, el economista Jess Rothstein, de la Universidad de Princeton, estimó que por cada dólar gastado en el complemento salarial, 72 céntimos van a parar a las empresas a costa de menores salarios de los trabajadores (30 céntimos de recorte salarial para quienes recibían el complemento y 42 céntimos para quienes no lo recibían). Hallazgos similares efectuaron Andrew Leigh, de la Universidad Nacional de Australia, o Ghazala Azmat, de la Universidad Queen Mary.
Y si gran parte de las propuestas de gasto contenidas en el acuerdo serían criticables en cualquier situación financiera, resultan especialmente criticables en el difícil contexto presupuestario español. Tras el incumplimiento de los objetivos de déficit en 2015 y la renegociación de la senda fiscal, España debe cerrar 2017 con un desequilibrio en las cuentas públicas equivalente al 3,1% del PIB, así como alcanzar el 2,2% en 2018. Estamos hablando de un ajuste de más de 15.000 millones de euros en poco más de 12 meses y de 25.000 millones en 24 meses. Es obvio que una porción de la corrección de ese desequilibrio procederá del aumento de la recaudación derivada del crecimiento, pero habida cuenta del incremento automático de otras partidas de gasto (como las pensiones) y, sobre todo, habida cuenta del fracaso de 2015, no deberíamos colocar demasiada fe en que todo el ajuste llegue por inercia.
Por ello, Ciudadanos debería haber exigido más rigor presupuestario en lugar de más gasto. Pero no: la formación naranja ha preferido atar un aumento estructural de los desembolsos estatales de 6.000 millones de euros (dando por bueno el ajuste de 2.000 millones en duplicidades, lo cual está por ver) y sufragarlo con mayores impuestos sobre la economía. Frente al mensaje liberal de “menos gasto y menos impuestos”, Ciudadanos ha entonado el mensaje socialdemócrata de “más gasto y más impuestos”. Tal vez, lo único positivo del pacto sea que, pese a cebar el tamaño del Estado, se trata con diferencia del más moderado de los incrementos del gasto que cabía esperar: frente a los casi 30.000 millones de nuevo gasto que reclamaba el PSOE o los 90.000 millones que vindicaba Podemos, 6.000 millones se antojan un peaje bastante barato para no descalabrar aún más nuestras cuentas públicas.
Visto lo visto, acaso cupiera pensar que, una vez abandonamos el apartado estrictamente fiscal del acuerdo, el capítulo de las tan cacareadas “reformas estructurales” sí estará a la altura de las necesidades de la economía española. Pero tampoco. El pacto no contiene ni una sola referencia a la tan necesaria liberalización de mercados como el laboral, el de servicios profesionales, el energético o el de bienes y servicios. El impulso a la competitividad se equipara erróneamente a la independencia de los organismos reguladores, a la planificación de sectores estratégicos como el turismo, la agricultura o la I+D+i, y a la ampliación de los derechos de los usuarios. Únicamente, en la rúbrica de unidad de mercado se efectúa una mención de pasada a la necesidad de eliminar “las excepciones y barreras regulatorias injustificadas, incluyendo las medioambientales, culturales, o de seguridad e higiene”. Nada más.
Así las cosas, la reforma del mercado de trabajo queda reducida a un encarecimiento del contrato temporal sin un paralelo abaratamiento del indefinido y a la instauración de una mochila austriaca previsiblemente financiada con más cotizaciones sociales: esto es, la necesaria lucha contra la dualidad regulatoriamente inducida se afronta castigando con más costes a las empresas, no facilitando la contratación de larga duración. A su vez, la reforma del sistema eléctrico abandona cualquier pretensión de introducir más competencia en el sector, resignándose a conservar el oligopolio actual pero tutelando desde el Estado su fijación de precios.
En definitiva, ni menos impuestos ni más libertad económica. Apenas mantener la inercia del crecimiento actual sin echarse al monte populista. Una oportunidad perdida.
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