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Cuando pensamos en nuestra jubilación se nos viene intuitivamente a
la cabeza la imagen del ahorro: el sistema natural para preparar aquella
fase de nuestra vida en la que ya no podemos depender de los ingresos
que generamos trabajando consiste en disfrutar de las rentas que nos
proporciona el capital que hemos logrado acumular a lo largo de nuestra
etapa laboral. Pero el sistema de pensiones que nos ha impuesto el
Estado no tiene nada que ver con el anterior: se lo conoce como “sistema
de reparto” y se basa en que los jubilados actuales cobren su pensión a
partir de las cotizaciones sociales que abonan los trabajadores
actuales.
Dicho de otra forma, la sostenibilidad del sistema de reparto depende
totalmente de la proporción entre la masa salarial y el gasto en
pensiones. Si, por ejemplo, los salarios totales de un país son 100.000
millones de euros y la cotización social es del 30%, el gasto en
pensiones no podrá superar los 30.000 millones de euros (salvo que se
incremente el gravamen de la cotización): si lo hiciera, el sistema
estaría en déficit y, en la medida en que ese déficit tuviera un
carácter persistente, terminaría quebrando.
Actualmente, la Seguridad Social española presenta un cuantioso
desequilibrio presupuestario (superior al 1% del PIB) que todo apunta
que va a continuar ensanchándose en el medio-largo plazo aun cuando
reduzcamos el paro a lo largo de los próximos años. Y es que, a día de
hoy, el salario medio de España es de 1.880 euros mensuales (el salario
más frecuente ronda los 1.250 euros), de modo que la cotización social
por contingencias comunes asciende a los 550 euros mensuales; a su vez,
la pensión media del sistema es de 1.050 euros (si sólo contabilizáramos
las pensiones de jubilación, éstas serían de 1.200 euros). Por tanto,
como media necesitamos dos cotizaciones sociales por pensión para
mantener en equilibrio las cuentas de la Seguridad Social… y ahora sólo
hay 1,89.
Primer problema: mientras que los sueldos medios en España llevan
estancados desde hace un lustro, las pensiones medias han subido un 30%
desde 2008 debido a que los nuevos pensionistas que se dan de alta
perciben rentas más elevadas que los que se dan de baja. Por ejemplo, en
junio de este año, la pensión de los nuevos entrantes al sistema
ascendía a 1.200 euros (las pensiones específicamente de jubilación, a
alrededor de 1.500), mientras que la de aquellos que se dieron de baja
era de 970 euros (las de jubilación que se dieron de baja, de 1.100
euros): se incorpora gente “más cara” que aquella que sale de la
Seguridad Social. Por tanto, para poder afrontar los crecientes pagos
previsionales necesitaremos incrementar la ratio de cotizaciones por
pensión (a menos que los salarios crezcan más rápido que las pensiones,
cosa que no parece probable que vaya a suceder).
Segundo problema: la ratio de cotizaciones por pensión no va a
aumentar durante los próximos años, sino a descender acusadamente. En
concreto, debido a la estructura demográfica de España, la ratio
descenderá hasta una sola cotización por pensión durante las próximas
décadas. No es un augurio catastrofista: así está ya configurada nuestra
pirámide demográfica.
En suma, las actuales condiciones de cobro de pensiones no serán
sostenibles en el tiempo, por lo que habrá o que recortarlas o que subir
los impuestos (o ambas cosas) para equilibrar ingresos y gastos. No hay
otra alternativa realista y conviene que los españoles sean conscientes
de ello: si no empiezan a ahorrar ahora para contrarrestar las
deficiencias de este régimen jubilatorio fraudulento, injusto e
ineficiente, lo lamentarán en el futuro.
Ciudadanos apuesta por más impuestos
Dentro de las negociaciones sobre el techo de gasto entre el Partido
Popular y Ciudadanos, la formación naranja exigirá al Gobierno de Rajoy
una reforma en profundidad del Impuesto sobre Sociedades para
incrementar el gravamen que soportan las empresas españolas (en
especial, dicen, las grandes empresas). Desde el partido de Albert
Rivera siempre han mostrado una profunda obsesión por extraer más
recursos de las compañías españolas para financiar parte del exceso de
gasto de nuestras Administraciones Públicas. A su entender, los holdings
empresariales no pagan todos los impuestos que deberían debido a que se
aprovechan de “lagunas legales” en la configuración del tributo. Pero
esas lagunas legales no son en realidad tales: lo único que sucede es
que las empresas españolas no tributan por los beneficios repatriados
desde el exterior (y que ya han pagado en el extranjero el
correspondiente Impuesto sobre Sociedades) ni tampoco por las pérdidas
que hayan soportado en otras ramas de su negocio. Puro sentido común
tributario que, al parecer, Ciudadanos quiere enterrar.
Llegan los tipos de interés negativos
La política de tipos de interés negativos establecida por el Banco
Central Europeo comienza a ser repercutida sobre los depositantes
minoristas. Así, una pequeña cooperativa de crédito alemana, el
Raiffeisenbank Gmund & Tegernsee, pasará a aplicar un interés del
-0,4% a aquellos clientes con saldos superiores a los 100.000 euros. Se
trata del primer paso para que esta misma medida vaya trasladándose cada
vez a un mayor número de ahorradores continentales: no en vano, la
heterodoxa política monetaria del BCE está castigando a la banca europea
con unas pérdidas extraordinarias de 5.000 millones de euros anuales;
lógico, pues, que las entidades intenten exportar tales sobrecostes a
sus cuentacorrentistas, los cuales se verán a su vez incentivados a
dilapidar su ahorro para minimizar semejantes pérdidas. Un auténtico
disparate: la economía europea no necesita reducir sus volúmenes de
ahorro, sino lograr que ese ahorro se movilice en forma de inversión
productiva y sostenible. Pero nada de ello sucederá mientras no
aparezcan nuevas oportunidades de inversión que induzcan a los
ahorradores a arriesgar su capital sin tener que penalizarlos con tipos
de interés negativos.
Europa, estancada
La economía de la Eurozona apenas creció un 0,3% durante el segundo
trimestre del año: un ritmo de expansión que es la mitad del registrado
en el trimestre anterior. El preocupante estancamiento se debe, sobre
todo, a la completa parálisis de dos grandes países: Francia e Italia,
cuyo PIB intertrimestral varió un 0%. España —junto a otras sociedades
como Chipre o Eslovaquia— creció a un ritmo que más que duplica el de la
Eurozona. Un año después de empezar a aplicar políticas monetarias
expansivas —como la ya mentada de tipos de interés negativos—, su
fracaso resulta más que patente: Europa no necesita tramposos parches
estimulantes, sino reformas que liberalicen su economía y reduzcan el
peso de su Estado. Si estos cambios estructurales no son implementados,
el crecimiento sano no regresará: la actual estrategia de cebar el
endeudamiento barato para relanzar el gasto interno no sólo no
funcionará, sino que, mientras perdamos el tiempo probando métodos
fallidos, únicamente estaremos extendiendo una cortina de humo alrededor
del auténtico origen de los problemas.
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