El Abenomics —la política económica del primer ministro Shinzo Abe para relanzar la economía japonesa— se componía de tres flechas: estímulo fiscal, estímulo monetario y reformas estructurales. Las primeras dos flechas se aplicaron de inmediato y con decisión: el consumo y la inversión pública han incrementado ininterrumpidamente su peso sobre el PIB japonés desde 2012 y los activos en manos del Banco de Japón han pasado desde el equivalente al 33% del PIB hasta el 88% del PIB actual. De hecho, a día de hoy, el banco central nipón ya posee un tercio de toda la deuda pública del país.
El propósito de los estímulos fiscales y monetarios era el de relanzar el PIB nominal del país: más renta nominal implica más gasto (mayor demanda agregada) y más gasto puede generar o inflación o incrementos de la producción. De momento, el Abenomics sí ha sido capaz de incrementar la demanda agregada japonesa: el PIB nominal del primer semestre de 2016 fue un 5,3% superior al PIB nominal del primer trimestre de 2012 (el PIB nominal español ha crecido un 3,7% entre 2012 y 2015, mientras que el estadounidense lo ha hecho un 11%).
Sin embargo, la mayor parte de ese crecimiento del gasto nominal se ha materializado en mayores precios y no en mayor producción: el PIB real japonés del primer semestre de 2016 fue sólo un 1,8% superior al del primer semestre de 2012 (por consiguiente, la inflación acumulada en ese período rondó el 3,5%). En contraste, el PIB real español se expandió un 2,7% entre 2012 y 2015 y el estadounidense, un 6,4% (en ambas economías, pues, la mayor parte del aumento del gasto se tradujo en mayor producción, no en mayores precios).
La atonía del crecimiento japonés —su PIB real apenas aumentó un 0,05% en el segundo trimestre de este año— debería contribuir a poner de manifiesto que los problemas de fondo de su economía no son de demanda, sino de oferta. Japón no necesita más impulsos del gasto agregado para relanzar su expansión real: requiere urgentemente de una flexibilización de su aparato productivo (la tercera flecha del Abenomics, la única que no se ha aplicado).
En concreto, el país no superó plenamente las secuelas de la enorme burbuja financiera que se gestó a finales de los 80 y que degeneró en conglomerados corporativos saturados de deuda y de malas inversiones productivas: son esos zombies empresariales los que deben ser liquidados para que dejen de parasitar al resto de la economía y para que puedan comenzar a generar valor. Pero, en tal caso, el Estado deberá dejar de sostener a entidades financieras y no financieras quebradas mediante ayudas presupuestarias y, a su vez, deberá liberalizar los mercados para permitir una recolocación de los factores productivos.
Acaso muchos crean que, si bien las políticas de oferta constituyen la solución de fondo a los problemas nipones, al menos las políticas de demanda no habrán sido perjudiciales: a la postre, como ya hemos dicho, el PIB real de Japón creció un 1,8% entre 2012 y 2016 (una media anual del 0,45%) y podría argumentarse que esa expansión fue gracias a que su gasto nominal aumentó —merced a las políticas de estímulo— un 5,3% durante ese mismo período. Sucede, empero, que el crecimiento económico medio del PIB real japonés entre 1994 y 2012 fue del 0,9% (justo el doble que durante el período del Abenomics) aun cuando la renta nominal decreció durante ese período (esto es, hubo deflación y no inflación). No parece, pues, que la inflación del gasto nominal haya ayudado en nada al impulso de la renta real.
En suma, en estos últimos cuatro años, el Abenomics ha sido un rotundo fracaso a la hora de relanzar la economía japonesa: sólo ha contribuido a cebar la deuda pública (que ha crecido en 10 puntos del PIB durante este período), a generar inflación estéril y a retrasar el debate sobre la necesidad de reformas estructurales. Esperemos que, conforme se vaya constatando que las políticas de demanda no son la respuesta, los japoneses caigan finalmente del guindo y apuesten por las imprescindibles políticas de oferta.
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