Al concluir la Segunda Guerra Mundial, Europa Occidental estaba empobrecida y humillada, tan derrotada psicológicamente como es posible estarlo, rescatada del nazismo sólo por la intervención estadounidense y por la propia torpeza de Hitler al haberse lanzado demasiado pronto a un enfrentamiento suicida contra su alter egodel Kremlin. Mitologías aparte, el papel de la resistencia había sido casi irrelevante. Los europeos occidentales le debían la vida a Norteamérica y al principio se deshicieron en cantos de agradecimiento porque, además, la reconstrucción sólo iba a ser posible con su ayuda. Poco duró la gratitud. Pronto empezaron los europeos a carraspear colocándose la ropa y atusándose el cabello para reclamar con aristocrática altanería un papel diferente en el orden internacional resultante del conflicto. Pronto marcaron distancias con la potencia mundial que les había salvado de los nazis y, al mismo tiempo, de que el Ejército Rojo llegara al Atlántico.
Acabó la Guerra Fría pero no por ello la socialdemocracia transpartita, resiliente mientras puede mantener la burbuja de deuda que le permite comprar casi todos los votos
Inventaron una metaideología que les sirviera para presentarse como los civilizados, los depositarios del legado humanista y racional del Viejo Continente frente a esos advenedizos de las ex colonias inglesas, esos nuevos ricos simplones e incultos, carentes del correcto orden social jerarquizado y mantenido por el Estado, que Europa debía recuperar e inducir en el mundo entero. Presentaron una nueva democracia a la europea, restaurada tras la guerra. Pero le dieron el cambiazo a todo el mundo, porque en realidad no restauraron la vieja democracia liberal sino que instauraron ex novo algo distinto: la socialdemocracia. Iba a ser un camino intermedio entre el capitalismo y el comunismo. Con sus diversos matices y estéticas, todos los partidos políticos abrazaron con entusiasmo esa nueva socialdemocracia de posguerra, que hacía realidad la famosa frase de Hayek sobre los “socialistas de todos los partidos”. A ella se sumaron, de hecho, tanto los que formalmente se denominaban así como quienes se decían “conservadores”, “democristianos”, “centristas”, “radicales” y hasta “liberales”, además de algunos comunistas que se descafeinaron para participar en el nuevo juego. Unas décadas más tarde se sumarían al mismo bloque monopólico de la política europea los verdes, los pacifistas y también todos los nacionalistas que buscaban la secesión de algún territorio. Toda la élite política, social y cultural de Europa era keynesiana. Toda ella era socialdemócrata. Miraba con superioridad y desdén a los zafios y toscos norteamericanos y les enseñaba con paciente pedagogía cómo sustituir su caótico sindiós —o peor, “sinestado”— por un estatismo renovado, con rostro humano, bondadoso y paternal. Los conflictos y las disensiones se producían siempre dentro del marco meta-socialdemócrata, proyectando una falsa sensación de pluralismo y debate.
De poco le ha servido al paciente europeo el infarto sufrido desde 2007. Ya abusa otra vez de la grasa para vivir la vida loca del frenesí deficitario
Durante tres cuartos de siglo, la socialdemocracia ha teñido la práctica totalidad de la política europea, y a ella se sumaron en los setenta las nuevas democracias ibéricas, y en los noventa las de Europa Oriental. Acabó laGuerra Fría pero no por ello esta socialdemocracia transpartita, resiliente mientras es capaz de mantener la burbuja de deuda irresponsable que le permite comprar a crédito casi todos los votos y casi todos los respaldos fácticos… por ahora. Porque el castillo de naipes es tan enorme y alambicado como débiles son sus cimientos. De poca lección le ha servido al paciente europeo el infarto sufrido desde 2007. Ya abusa otra vez de las grasas para vivir la vida loca del frenesí deficitario, porque sabe que su verdadera legitimidad no es la que obtiene formalmente en las urnas, sino la que compra dando de todo a todos… con el dinero que previamente les quita en impuestos —la presión fiscal europea ha alcanzado en estas décadas niveles incompatibles con la libertad— o carga sobre las siguientes generaciones.
El papel del llamado “centroderecha” ha sido realmente patético durante estas décadas de política europea. En su claudicante derrotismo, los conservadores europeos han dado la razón a Hayek, que les tachaba de cobardes e inmovilistas. Han ido cediendo terreno al socialismo poco a poco, año a año, demostrando que no son baluarte frente al avance del Estado porque, como gente “de orden” que son, también ellos quieren mucho Estado. Han demostrado que no les preocupa la libertad sino protegerse de una temida revolución violenta, sin comprender que es ilusorio porque a cambio están aceptando sus mismos resultados, aunque más lentamente. Con alguna excepción y sólo en lo económico (Thatcher, por ejemplo), los conservadores son la rana en la olla de agua calentita, comfortable al principio pero que va subiendo de temperatura hasta que resulta imposible saltar. La socialdemocracia eleva la temperatura más deprisa o más despacio según el momento del ciclo económico, pero nunca la baja.
Europa necesita despertar de la anestesia socialdemócrata, y ese cambio no pasa por redescubrir los totalitarismos de ayer sino por descubrir el libertarismo de mañana
Por su parte, los democristianos han demostrado ser meros socialdemócratas con crucifijo, imagen especular de los partidos socialistas europeos. Desde la CDU alemana al PP español, la similitud de puntos de vista en las grandes cuestiones y en las no tan grandes ha llegado a hacerles indistinguibles de la socialdemocracia formal. La doctrina social y el distributismo de Chesterton les han servido como excusas para unirse a los socialistas y calentar el agua como el que más. Por último, y no sin dolor, hay que reconocer que los liberales europeos llevan desde 1945 participando en ese mismo juego y tragando con tanta socialdemocracia que han llegado a ser perfectamente descartables como alternativa de sistema. Como muestra, el botón del grupo parlamentario europeo donde caben hasta partidos netamente socialdemócratas como UPyD o Ciudadanos.
Europa necesita despertar de la anestesia de estos setenta y cinco años de socialdemocracia, y ese cambio de paradigma no puede venir del llamado “centroderecha”. No pueden traerlo quienes hunden sus raíces en el pensamiento democristiano, en el conservador o en desvirtuar el liberal para abrazar el estatismo. No puede ser obra de quienes son troncales al sistema. Tiene que ser antisistema. Pacífico, dialogante y gradual, pero antisistema. Y obviamente eso no pasa por redescubrir los totalitarismos de ayer sino por descubrir el libertarismo de mañana, que ya ilumina un nuevo amanecer en aquella Norteamérica tan denostada por los europeos que, lo reconozcamos o no, le debemos nuestra libertad.
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