Krugman no ha aprendido la lección
Publicado el 16 julio 2014 por Juan Ramón Rallo
Señala el premio Nobel de Economía Paul Krugman en un reciente artículo titulado ¿Quién quiere la depresión? que la oposición a las políticas monetarias expansivas de los bancos centrales responde en gran medida a los intereses sectarios de una minoría de ciudadanos rentistas y ultrarricos.
En concreto, Krugman sostiene que los ultrarricos rechazan la política de bajos tipos de interés de la Reserva Federal estadounidense porque buena parte de sus ingresos proceden de los intereses que les abona su cartera de bonos; unos ingresos por intereses que, a raíz de las actuaciones de la Fed, se han hundido desde 2007: hace siete años, el 0,01% más rico de EEUU ingresaba como media tres millones de dólares en intereses cada año; en 2011, ese monto se redujo hasta los 1,3 millones. Parecería, pues, que uno de los principales motivos de oposición a la política de bajos tipos de interés de la Fed sea la búsqueda del lucro personal de los ultrarricos y no la coyuntura económica general.
Sucede que el argumento de Krugman adolece de marcadas deficiencias. Por un lado, es bastante dudoso que el clima de bajos tipos de interés que vive la economía mundial se deba a las recientes actuaciones de los bancos centrales: durante todos los contextos de crisis deflacionaria (la Gran Depresión de los años 30, la crisis japonesa de los 90 o la Gran Recesión actual), los tipos de interés quedan anclados en niveles anormalmente bajos debido al fuerte ritmo de desapalancamiento privado. Otra cuestión distinta es que las políticas no convencionales de la banca central sí estén inundando su balance de activos a largo plazo que le serán de muy difícil digestión futura.
Por otro lado, si fuera cierto que, como parece sugerir Krugman, los bancos centrales sí son responsables de rebajar artificialmente los tipos de interés, nos hallaríamos ante un escenario aún más desfavorable para las tesis del economista norteamericano. A la postre, el Premio Nobel se echa las manos a la cabeza porque no hemos aprendido “que una de las lecciones que habíamos aprendido tras la recesión de 2001 y la recuperación que la siguió era que las políticas monetarias decididas pueden acortar y suavizar una recesión”.
Pero si alguna lección deberíamos haber aprendido de la política monetaria implementada a partir de 2001 es que una recuperación distorsionada es mucho peor que una recesión no distorsionada: la política de tipos de interés artificialmente bajos que implementaron los bancos centrales de medio mundo a partir de 2001 nos condujo a una burbuja financiera y a una burbuja inmobiliaria que han terminado colapsando en la pauperizadora crisis actual. No es algo que, por cierto, Krugman desconozca cuando nuevamente recomienda una política de bajos tipos de interés.
Él mismo en 2001 nos dejó escrito que: “Para combatir la recesión es necesario que la Fed responda con contundencia; hay que incrementar el gasto familiar para compensar la languideciente inversión empresarial. Y para hacerlo, Alan Greenspan tiene que crear una burbuja inmobiliaria con la que reemplazar a la burbuja del Nasdaq”. Dicho y hecho, y ahora el Nobel reclama nuevas y mayores burbujas.
Acaso deberíamos escuchar menos a Paul Krugman y un poco más a Jaime Caruana, director general del Banco Internacional de Pagos, quien estos mismos días nos alertaba de que existe el “riesgo de una euforia excesiva en los mercados financieros”, quejándose asimismo de que las políticas ultraacomodaticias de los bancos centrales sólo nos conducen a crecer vía acumulación de deuda y no vía de aumentos sostenibles en la productividad.
Krugman opta por utilizar el espantajo del lobby de los rentistas para justificar un irracional activismo monetario que no se sostiene sobre sus propios pies. Prefiere vincular la razonable crítica a los bancos centrales con unos intereses presuntamente espurios de los rentistas para así obviar los más que ciertos riesgos y distorsiones vinculados a la política no convencional de la banca central. O tal vez sea que el Nobel no otee riesgo alguno en el horizonte: tampoco lo vio venir a partir de 2001.
Señala el premio Nobel de Economía Paul Krugman en un reciente artículo titulado ¿Quién quiere la depresión? que la oposición a las políticas monetarias expansivas de los bancos centrales responde en gran medida a los intereses sectarios de una minoría de ciudadanos rentistas y ultrarricos.
En concreto, Krugman sostiene que los ultrarricos rechazan la política de bajos tipos de interés de la Reserva Federal estadounidense porque buena parte de sus ingresos proceden de los intereses que les abona su cartera de bonos; unos ingresos por intereses que, a raíz de las actuaciones de la Fed, se han hundido desde 2007: hace siete años, el 0,01% más rico de EEUU ingresaba como media tres millones de dólares en intereses cada año; en 2011, ese monto se redujo hasta los 1,3 millones. Parecería, pues, que uno de los principales motivos de oposición a la política de bajos tipos de interés de la Fed sea la búsqueda del lucro personal de los ultrarricos y no la coyuntura económica general.
Sucede que el argumento de Krugman adolece de marcadas deficiencias. Por un lado, es bastante dudoso que el clima de bajos tipos de interés que vive la economía mundial se deba a las recientes actuaciones de los bancos centrales: durante todos los contextos de crisis deflacionaria (la Gran Depresión de los años 30, la crisis japonesa de los 90 o la Gran Recesión actual), los tipos de interés quedan anclados en niveles anormalmente bajos debido al fuerte ritmo de desapalancamiento privado. Otra cuestión distinta es que las políticas no convencionales de la banca central sí estén inundando su balance de activos a largo plazo que le serán de muy difícil digestión futura.
Por otro lado, si fuera cierto que, como parece sugerir Krugman, los bancos centrales sí son responsables de rebajar artificialmente los tipos de interés, nos hallaríamos ante un escenario aún más desfavorable para las tesis del economista norteamericano. A la postre, el Premio Nobel se echa las manos a la cabeza porque no hemos aprendido “que una de las lecciones que habíamos aprendido tras la recesión de 2001 y la recuperación que la siguió era que las políticas monetarias decididas pueden acortar y suavizar una recesión”.
Pero si alguna lección deberíamos haber aprendido de la política monetaria implementada a partir de 2001 es que una recuperación distorsionada es mucho peor que una recesión no distorsionada: la política de tipos de interés artificialmente bajos que implementaron los bancos centrales de medio mundo a partir de 2001 nos condujo a una burbuja financiera y a una burbuja inmobiliaria que han terminado colapsando en la pauperizadora crisis actual. No es algo que, por cierto, Krugman desconozca cuando nuevamente recomienda una política de bajos tipos de interés.
Él mismo en 2001 nos dejó escrito que: “Para combatir la recesión es necesario que la Fed responda con contundencia; hay que incrementar el gasto familiar para compensar la languideciente inversión empresarial. Y para hacerlo, Alan Greenspan tiene que crear una burbuja inmobiliaria con la que reemplazar a la burbuja del Nasdaq”. Dicho y hecho, y ahora el Nobel reclama nuevas y mayores burbujas.
Acaso deberíamos escuchar menos a Paul Krugman y un poco más a Jaime Caruana, director general del Banco Internacional de Pagos, quien estos mismos días nos alertaba de que existe el “riesgo de una euforia excesiva en los mercados financieros”, quejándose asimismo de que las políticas ultraacomodaticias de los bancos centrales sólo nos conducen a crecer vía acumulación de deuda y no vía de aumentos sostenibles en la productividad.
Krugman opta por utilizar el espantajo del lobby de los rentistas para justificar un irracional activismo monetario que no se sostiene sobre sus propios pies. Prefiere vincular la razonable crítica a los bancos centrales con unos intereses presuntamente espurios de los rentistas para así obviar los más que ciertos riesgos y distorsiones vinculados a la política no convencional de la banca central. O tal vez sea que el Nobel no otee riesgo alguno en el horizonte: tampoco lo vio venir a partir de 2001.
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