Martín Moretti
Sin duda, la así llamada «Ley de Say» ha generado históricamente controversia, en particular en aquellos que intentan defender o criticar la posición keynesiana. El problema puede parecer secundario o superficial frente a muchas otras temáticas. Sin embargo, una mirada más atenta desvela que la correcta interpretación de la ley de Say es crucial para entender cómo funciona la economía, para comprender las posturas del debate entre escuelas, y más en concreto, para entender qué es lo que puede estar fallando en la mirada keynesiana al analizar los agregados macroeconómicos.
¿Por qué es tan importante esta ley?
Porque de acuerdo a la teoría keynesiana, la supuesta refutación que Keynes realiza de la ley de Say toma un papel absolutamente preponderante, al punto de ser la piedra angular sobre la que descansa todo el edificio teórico keynesiano. De ser correcta la crítica de Keynes, los clásicos se equivocaban groseramente. De ser incorrecta, el edificio teórico keynesiano se derrumba. El propio Keynes explica muy brevemente que la ley de Say era, según él, la base de la economía clásica:
En la actualidad la doctrina [la ley de Say] (…) es el soporte de la teoría clásica en conjunto, ya que sin él ésta se derrumbaría. Los economistas contemporáneos (…) no vacilan en aceptar conclusiones que requieren su doctrina como premisa.[1]
Este comentario de Keynes es bastante desorientador, especialmente porque como veremos a continuación, la intención de Say al explicar la doctrina, era refutar el conocido mito de la escasez de dinero como explicación de las crisis, o en todo caso, el mito de la sobreproducción agregada. Say nunca colocó aquella breve explicación en la base de ningún edificio teórico, sino que simplemente se limitó a declarar la lógica argumental de las deducciones a la que llegaba la ciencia económica para refutar una falacia básica. Henry Hazlitt lo resume atinadamente:
La Ley de Say, repitiendo, no era, contrariamente a lo que dicen los keynesianos, la piedra angular del gran edificio de las doctrinas positivistas en las que se basaban los economistas clásicos. Era solamente una refutación de una absurda creencia que prevalecía con anterioridad a su formulación.[2]
El economista Paul Sweezy incluso llegó a calificar la ley de Say como un dogma tiránico, y reconoció que cualquier ataque hacia la teoría keynesiana que se basara en asumir la ley de Say como correcta, debía ser automáticamente rechazado:
Los historiadores de aquí a cincuenta años notarán que el gran éxito de Keynes fue haber librado a los economistas anglo-americanos de un dogma tiránico (…) los ataques a Keynes, aunque aparenten estar apuntados a una variedad de teorías específicas, todos ellos caen al suelo una vez que se asume la validez de la Ley de Say.[3]
El economista Ludwig von Mises, por su parte, explicaba la importancia de la ley de Say para el mundo keynesiano:
Los keynesianos nos dicen que su logro inmortal consiste en la refutación definitiva de lo que ha llegado a conocerse como la Ley de los Mercados. El rechazo de esta ley, declaran, es la base de todas las enseñanzas de Keynes; todas las otras proposiciones de su doctrina se siguen con necesidad lógica de este concepto fundamental y deben colapsar su ataque a la Ley de Say puede ser demostrado estéril.[4]
¿Cuál es la historia de la ley de Say?
No es del todo claro quién enunció por primera vez algo parecido a la ley de Say – pudo haber sido Adam Smith o J.S. Mill, antes que el propio Say – pero el argumento más o menos estructurado ya gozaba de buena salud a principios del siglo XIX, siglo que con respecto a este hecho fue dominado por los economistas ‘a favor’ de la ley de Say. No será hasta el siglo XX, y en concreto, hasta la llegada de Keynes y la Teoría General, que los que pasaron a dominar el debate fueron los economistas ‘en contra’ de la ley de Say. Lo cierto es que una gran parte de los economistas más famosos participaron activamente del debate. Tal como explica Thomas Sowell:
Los partidarios de la ley de Say ganaron una resonante victoria en el siglo XIX, mientras que sus oponentes triunfaron en el siglo XX. En cada caso la victoria fue seguida por la guerrilla intelectual. El más destacado de los opositores a la Ley de Say del siglo XIX fue Karl Marx. La ascendencia keynesiana, después de destronar a la Ley de Say en las décadas de 1930 y 1940, ha sido desafiada aún más efectivamente, hasta el punto de ser una contrarrevolución, en la que el nombre más prominente ha sido Milton Friedman.[5]
Al momento en que Keynes arremete contra la ley de Say, la controversia de la ley, y especialmente, el debate de la imposibilidad de una sobreproducción general había sido ya olvidado hace tiempo. Escribe Steven Kates:
Prácticamente todos los economistas de importancia estuvieron involucrados en la cuestión de si la causa de la recesión era una falla de demanda. Durante la década de 1930, sin embargo, la Ley de Say no era un tema principal. Poco se ha dedicado a responder a la pregunta de por qué Keynes de repente comenzó a discutir nuevamente la ley de Say, cuando nunca había mostrado interés en esta cuestión. (…) Lo que Keynes estaba haciendo, desconocido para sus contemporáneos, era resucitar el debate sobre el exceso de producción agregada de principios del siglo XIX. Keynes inclinaba hacia el lado de Malthus en una controversia casi totalmente olvidada.[6]
Creo que hay dos curiosidades históricas al respecto de la ley que merecen nombrarse. En primer lugar, el ataque de Keynes a lo que el consideraba que era la ley de Say, si bien tuvo éxito en un principio, terminó siendo vulnerable a las críticas de la contra-revolución por las obvias y groseras fallas en sus razonamientos:
El “economista clásico” descrito en la Teoría General de Keynes era un hombre de paja.(…). Si bien el uso del “economista clásico” fue un interesante dispositivo expositivo, que indudablemente aceleró la aceptación del análisis keynesiano como una doctrina intelectualmente revolucionaria, este éxito a corto plazo llevó a una reacción de largo plazo, en el que se mostraba vulnerable, lo que llevó a cuestionar si Keynes había ofrecido, de hecho, algo a la economía.[7]
En segundo lugar, la frase o el concepto de que «la oferta crea su propia demanda» no fue enunciada por ninguno de los clásicos, sino que fue Keynes quien de forma definitiva la divulgó como si esta fuera la ley:
Durante la era de la economía clásica, hubo diferencias entre sus tres principales exponentes, J. B. Say, James Mill y David Ricardo. Say criticó la aplicación ricardiana del principio, y Ricardo a su vez criticó la exposición de Say y se preguntó si James Mill realmente había conocido a sus críticos frente a frente. Incluso la común afirmación de que “la oferta crea su propia demanda” no es una cita directa de ninguno de ellos.[8]
El problema es que, como veremos, la ley de Say no solo no dice tal cosa, sino que la crítica de Keynes pasó relativamente inadvertida, lo que posibilitó que la definición que Keynes daba de la ley se afianzara como la definición estándar que, por más errada que fuera, nadie había cuestionado en su momento:
Tal es así, que al comienzo del libro de economía más leído de su tiempo se encontraba una discusión sobre la Ley de Say que quedó sin contestarse. Sin estar realmente enterados de ello, toda la profesión económica se encontraba adoptando una visión totalmente nueva del significado de la Ley de Say.[9]
¿Qué dijo Say?
La intención de Say en el texto donde explica lo que sería luego conocido como la ley de Say, era refutar esencialmente dos mitos: la escasez de dinero como explicación de las crisis, y la posibilidad de una sobreproducción agregada. En efecto, Say explica resumidamente que lo que en realidad abre a la venta la producción de unos bienes es la producción de otros, y que el dinero actúa como medio de intercambio indirecto:
El hombre cuya industria se aplica a dar valor a las cosas, disponiéndolas de modo que tengan un uso cualquiera que sea, no puede esperar que sea apreciado y pagado este valor sino donde haya otros hombres que tengan medios para adquirirle. ¿Y en qué consisten estos medios? En otros valores y productos, fruto de su industria, de sus capitales y de sus tierras: de donde resulta, aunque a primera vista parezca una paradoja, que la producción es la que da salida a los productos.Si dijese un mercader de telas “yo no pido otros productos en lugar de los míos, sino solamente dinero”, se le demostraría con facilidad que si su comprador se pone en estado de pagarle en dinero, es a consecuencia de las mercancías que él vende también por su parte. “Un arrendador (se le podrá decir) comprará las telas de Ud., si tiene buenas cosechas, y serán tantas más las que compre cuanto más haya producido. Si nada produce, nada podrá comprar”.[10]
Como podemos ver, lo que está diciendo Say es que la producción y venta de un bien X es posible gracias a que la persona que lo adquirió produjo un bien Z. Es decir, que la producción del bien X no solo significa un aumento de la oferta de X, sino también un aumento de la demanda de otros bienes Z. La oferta es la otra cara de la demanda: no puede comprarse algo si no se tiene nada para ofrecer a cambio, y en última instancia, aquello que se ofrece es producción, por lo que «las mercancías se pagan con otras mercancías».
Esta era la interpretación más o menos estándar de la ley de Say, y así lo fue en general hasta la llegada de Keynes, al punto de que aquel que no sabía distinguir la verdad de los postulados de tan simple ley era directamente cuestionado como profesional en materia económica:
Los bienes, dice Say, se pagan finalmente no por dinero, sino por otros bienes. El dinero es meramente el medio común de intercambio; sólo desempeña un papel de intermediario. Lo que el vendedor quiere recibir en última instancia a cambio de las mercancías vendidas son otras mercancías (…), el reconocimiento de la verdad contenida en la ley de Say fue la marca distintiva de un economista. Aquellos autores y políticos que culparon a la presunta escasez de dinero como responsable de todos los males, y abogaron por la inflación como la panacea, ya no eran considerados economistas sino maníes monetarios monetary cranks.[11]
¿Qué dijo Keynes?
En la Teoría General pueden apreciarse algunos comentarios de Keynes sobre la ley de Say:
Desde los tiempos de Say y Ricardo los economistas clásicos han enseñado que la oferta crea su propia demanda —queriendo decir con esto de manera señalada, aunque no claramente definida, que el total de los costos de producción debe necesariamente gastarse por completo, directa o indirectamente, en comprar los productos.[12]
Lo que está básicamente diciendo Keynes es que la oferta del bien X genera, directa o indirectamente, la demanda de ese mismo bien X, y es ese concepto que él asume como la ley de Say, lo que critica. En el prefacio de la edición francesa puede apreciarse con mayor claridad:
Creo que hasta muy recientemente la economía ha estado dominada en todas partes por las doctrinas asociadas al nombre de J. B. Say, aunque sin una mayor comprensión. Es verdad que la mayoría de los economistas abandonaron esta ‘ley de los mercados’ hace mucho tiempo, aunque aún no se han desembarazado de sus supuestos básicos y particularmente de la falacia de que la demanda es creada por la oferta. Say suponía implícitamente que el sistema económico operaba siempre a plena capacidad, de modo que una nueva actividad sustituía siempre a otra actividad y que nunca era una actividad adicional. Casi todas las teorías económicas posteriores dependen de este supuesto, en el sentido de que les es necesario. Sin embargo, una teoría basada en ese supuesto es claramente inadecuada para abordar los problemas del desempleo y del ciclo económico.
Extrañamente, Keynes no cita a Say en la Teoría General. En su lugar, cita a J.S. Mill. Esto ha sido duramente criticado esencialmente porque Keynes cita un párrafo sacado de contexto para sustentar su propia crítica[13]. De todas formas, no me explayaré en este tema concreto, veamos sólamente lo que dice Hazlitt al respecto:
Pero (…) es injusto para Mill tomar este breve pasaje, sacarlo de contexto, y presentarlo como si fuera el corazón de la Ley de Say. Si Keynes hubiera citado siquiera las tres frases que le siguen inmediatamente, nos hubiera introducido los conceptos de equilibrio, proporción y equilibrio que es el corazón de la doctrina – una concepción que Keynes no considera en ninguna parte en su Teoría General.[14]
El economista Axel Kicillof escribe sobre la ley de Say:
Aún hoy, luego de la acusación de Keynes, se la considera casi siempre una afirmación trivial, cuya falsedad es evidente, a la que basta solo mencionarla para descartarla sin más trámite.[15]
Si esta es supuestamente la ley de Say, y si es realmente una “afirmación trivial”, ¿dónde dijo entonces Say que “la oferta crea su propia demanda”? En ningún lado. La confusión sobre la ley no es menor. Keynes plantea que la producción de X crea la demanda de X, mientras que Say plantea que la producción de X crea la demanda de Z. Son dos cosas completamente distintas. ¿Cómo es que tan grave error de interpretación puede pasar inadvertido para tantos profesionales? Sobre esta grave distorsión escribe Kates:
En la medida en que leemos las opiniones informadas sobre la Ley de los Mercados, se puede decir que la conclusión general es que Keynes no pudo transmitir lo que los economistas clásicos quisieron decir. La mayoría de los que han estudiado el asunto han concluído que Keynes no entendió adecuadamente la Ley de los Mercados.[16]
J.R. Rallo también explica elocuentemente el problema de esta mala interpretación:
La sencilla y correcta formulación de la Ley de Say (…) fue, sin embargo, completamente tergiversada por Keynes cuando la sintetizó diciendo que ‘la oferta genera su propia demanda’. Obviamente, el francés se cuidó mucho de afirmar alguna vez semejante disparate, que poco más que imposibilitaría la existencia de errores empresariales: si toda producción generara su propia demanda entre los consumidores, entonces todos los factores productivos estarían ubicados siempre allí donde fueran más valiosos sin margen alguno para la equivocación.(…) Conviene insistir en que esta interpretación correcta de la ley de Say, permite descartar todo el edificio keynesiano, construido sobre la tergiversación de este teorema; tergiversación que en gran parte fue posible porque varias generaciones de economistas posteriores a Keynes se ahorraron la incomodidad de acudir al texto original para comprobar que lo dicho por Say tenía bien poco que ver con lo enunciado por Keynes.[17]
¿Cuáles son las implicancias de esta ley?
La principal conclusión de la correcta y original interpretación de la ley de Say es que, si la oferta es esencialmente la demanda mirada desde ángulos opuestos, entonces la oferta agregada no puede ser distinta a la demanda agregada:
La oferta y la demanda agregadas no son entonces meramente iguales, sino idénticas, porque toda mercancía puede ser vista como oferta de sí misma o como demanda de otra mercancía.[18]
Es aquí donde la doctrina keynesiana comete el error fundamental de separar la oferta y la demanda agregada como si pudieran ser distintas:
Habiéndose zafado de la correcta interpretación de la Ley de Say, Keynes logró al mismo tiempo crear un concepto de demanda agregada que estuviera desvinculado de la oferta agregada. A cualquier economista que hubiese entendido a Say le habría extrañado que a nivel agregado se distinguiera entre demanda y oferta porque, como decimos, la demanda no era más que la oferta y la oferta no era más que la demanda, vistas ambas desde un ángulo distinto.[19]
Este problema se observa de lleno en el modelo denominado como «la cruz keynesiana»[20]. En este modelo, la intersección entre la demanda y la oferta agregada es la denominada demanda efectiva.
De acuerdo a lo que hemos visto, el error no podría ser más claro:
Desde la perspectiva de la ley de Say, esto no tendría obviamente ningún sentido, porque la oferta agregada sería la demanda agregada y al mismo tiempo la demanda efectiva. Recordemos que para Say era la mayor producción (oferta) lo que nos permitía incrementar nuestro consumo o nuestra inversión (demanda). Otra cuestión es que transitoriamente las demandas concretas de bienes y servicios no coincidieran con las ofertas concretas de bienes y servicios, en cuyo caso, a corto plazo, el valor de la oferta invendida se compensaría con el exceso de demanda de dinero o con la destrucción de crédito; y a largo plazo, el desajuste entre las ofertas y demandas concretas terminaría desapareciendo, siendo pues, la oferta y la demanda agregadas iguales en valor.[21]
Es decir, no solo la oferta y demanda agregadas no pueden ser distintas ni a corto plazo, sino que a largo plazo las sobreproducciones parciales terminan desapareciendo gracias al propio mecanismo de precios. Como decía Hazlitt, «la Ley de Say era meramente la negación de la posibilidad de que exista una sobreproducción general de bienes y servicios.»[22]
Es decir, es posible que exista una sobreoferta de ciertos bienes, pero tal sobreoferta no puede ser nunca general, sino solamente parcial. La contracara de la sobreoferta parcial de un bien es la sobredemanda parcial de otro bien – incluída la demanda de dinero. El propio Say se encarga de explicarlo brevemente:
Las mercancías que no se venden, o se venden con pérdida, exceden a la suma de las que se necesitan, ya porque se han producido cantidades demasiado considerables o más bien porque han decaído otras producciones. Superabundan ciertos productos, porque han llegado a faltar otros.[23]
Axel Kicillof cree, en línea con Keynes, que el tratamiento del dinero que hacen los clásicos como solo medio de intercambio indirecto compromete la ley de Say:
En realidad, el cuestionamiento de la ley de Say apuntaba ya al corazón de la ficción neoclásica, que al representarse al proceso económico como un sistema de intercambio instantáneo puede reducir el dinero a su función de medio de cambio pasando por alto su carácter de “portador de valor”.
No debería resultar extraño entonces que Kicillof termine sumergiéndose en el mismo error de interpretación de Keynes:
Producir más sería siempre un excelente negocio de no mediar la crítica de Keynes a la llamada ley de Say. La oferta no crea su propia demanda, por lo que las ventas no están de modo alguno aseguradas para cualquier nivel de producción.
La más grave de las implicancias de la ley de Say, según Kicillof, es asumir que siempre debería haber pleno empleo. Así, dice que deberíamos considerar que existen situaciones de desempleo (¿involuntario?) que se mantienen por un largo plazo, y esto es posible porque los capitalistas deciden, por alguna razón, no contratar personal y producir con capacidad ociosa. Dentro del paradigma de los clásicos, según Kicillof, la ley de Say era el sustento básico de que el equilibrio es inevitable, y por lo tanto, el pleno empleo debería observarse siempre de manera automática[24].
El problema para Kicillof es que ningún clásico dijo tal cosa. En todo caso, el desempleo (involuntario) dependerá de los mecanismos en el mercado de trabajo:
La Ley de Say, por ejemplo, significaba para Keynes no sólo la coincidencia de oferta y demanda, sino también el mantenimiento automático del pleno empleo. Ninguna doctrina de este tipo fue expresada por los economistas clásicos, aunque no tenían una teoría del desempleo y probablemente asumieron, separadamente de la ley de Say, que el pleno empleo era normal o inevitable.[25]
En efecto, tampoco es cierto que los clásicos hayan dicho que era imposible que exista recesión o pleno empleo: sólo decían que lógicamente no podían ocurrir por un exceso de oferta agregada o por escasez de dinero. De hecho, los clásicos dicen explícitamente que pueden existir desequilibrios parciales temporales. Por lo tanto, tampoco es acertada desde este punto de vista la crítica que Keynes le hace a los clásicos:
La ley de Say, como fue entendida por los economistas clásicos, era la proposición de que las recesiones y el desempleo nunca se deben a una falla de demanda, sino que podrían ocurrir por otras múltiples causas. Keynes reconoció que la ley de Say significaba que una falla de demanda no podía ocurrir, pero interpretó que eso significaba que la recesión y el desempleo no podrían ocurrir, al menos no en la teoría.Sin embargo, sólo si se supone que la falla de demanda es la única causa posible de desempleo, la proposición keynesiana sería equivalente a la clásica.[26]
Pero los errores de Keynes, que hereda Kicillof, van incluso más allá.
Si bien es cierto que los bienes generalmente se encuentran en un proceso de intercambios indirectos, no menos cierto es que el dinero se encuentra en estado de truque con respecto a los demás bienes no monetarios. Y si esto es así, entonces Say pudo haberse equivocado en su tratamiento teórico del dinero, pero tal cosa no afecta en absoluto la ley de Say, porque el dinero sigue siendo un bien económico que satisface necesidades por sí mismo – tal como la demanda de liquidez – además de ser un medio de intercambio indirecto. Es un bien que se ofrece y se demanda. De hecho, uno de los mayores problemas de Keynes es precisamente su concepción del dinero, al que trataba erróneamente como vínculo entre el presente y el futuro[27].
En efecto, es cierto que el dinero no cumple solamente una función de medio de intercambio indirecto; Keynes, como sabemos, interpretaba que atesorar dinero era igual a demandar nada del mercado. De ahí que, según el inglés, pueda existir desempleo involuntario aún cuando nos encontremos en el equilibrio, pues aquello que está atesorado no se dedica ni a la producción de bienes de consumo ni bienes de capital, y por lo tanto, no crea el empleo que debería crear. Pero todo esto razonamiento es falso. Atesorar dinero es una forma de «gastarlo» y determinar la composición de la oferta. Quien demanda dinero, demanda un cambio en la estructura productiva orientada a satisfacer sus nuevas necesidades: oferta de nuevos bienes de consumo, oferta de nuevos bienes de capital, y en particular, oferta de liquidez. Si esto es así, entonces si los planes de todos los agentes están coordinados, no existirá desempleo involuntario ni siquiera en los propios términos de Keynes[28], y por lo tanto, las implicaciones de la ley de Say siguen siendo válidas: una sobreproducción de bienes no monetarios tiene su contrapartida en una sobredemanda de dinero y sustitutos monetarios, esto es, la oferta agregada sigue siendo igual a la demanda agregada. Como resume elegantemente Sowell:
Sin embargo, la economía moderna reconoce la lógica básica de la clásica Ley de Say (…) la oferta agregada (incluido el flujo de dinero, así como otros bienes) es necesariamente igual a la demanda agregada (incluida la demanda de saldos monetarios). (…) Una “sobreproducción” relativa de bienes con respecto al dinero es simplemente un caso especial de desproporcionalidad interna, no esencialmente diferente de un exceso de cualquier bien X acompañado de una deficiencia correspondiente de cualquier otro bien Y.[29]
Conclusión
Para Keynes, la oferta de X genera la demanda de X. Para Say, la oferta de X genera la demanda de Z. La interpretación de Keynes sobre la ley de Say es claramente errónea. Say nunca dijo lo que Keynes asume que dijo. Para más inri, no hay ninguna cita directa de Say, y en su lugar prefiere tomar una cita sacada de contexto de J.S. Mill. Si esta interpretación es errónea, también lo es la cruz que asumen de partida los modelos keynesianos: la demanda agregada no puede ser distinta a la oferta agregada ni siquiera a corto plazo, y las sobreofertas y sobredemandas parciales se compensan entre sí a corto plazo, y se corrigen a largo plazo.
Ninguna de las asunciones que se intentan hacer para escapar de esta conclusión tienen éxito. La ley de Say se mantiene válida asumiendo que el dinero no es solo un medio de intercambio indirecto, lo que incluso fortalece el argumento, pues el dinero es un bien económico, y que se encuentra en estado de trueque con los bienes no monetarios. Así, no hay nada que impida que en una economía libre se alcance el pleno empleo, pues incluso el atesoramiento es una forma de «gastar» el dinero, y por lo tanto el trabajo que de acuerdo a Keynes «se ha perdido al atesorar» no tiene ningún sentido. ¿Cómo es que tan simple ley, y tan sencillos corolarios, ha podido haber sido sistemáticamente malinterpretada? Pregunta difícil de responder.
[1] J.M. Keynes, La Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero, p. 29. Todas las traducciones de este artículo son mías.
[2] Henry Hazlitt, The Failure of the New Economics, p. 35.
[3] Paul Sweezy, The New Economics, p. 105.
[4] L. von Mises, Lord Keynes and Saw’s Law.
[5] Thomas Sowell, Say’s Law, An Historical Analysis, p. 3.
[6] Steven Kates, Say’s Law and the Keynesian Revolution, p. 135.
[7] Thomas Sowell, Say’s Law, An Historical Analysis, p. 211.
[8] Thomas Sowell, Say’s Law, An Historical Analysis, p. 12.
[9] Steven Kates, Say’s Law and the Keynesian Revolution, p. 161.
[10] J.B. Say, Tratado de Economía Política, Cap. XV.
[11] L. von Mises, Lord Keynes and Saw’s Law.
[12] J.M. Keynes, La Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero, p. 28.
[13] Es decir, como sostienen todos los críticos de la interpretación de Keynes de la ley de Say, la crítica del inglés es a un muñeco de paja.
[14] Henry Hazlitt, The Failure of the New Economics, p. 34.
[15] Axel Kicillof, Fundamentos de la Teoría General, p. 218.
[16] Steven Kates, Say’s Law and the Keynesian Revolution, p. 213.
[17] J.R. Rallo, Los Errores de la Vieja Economía, Cap. I.
[18] Benjamin Anderson, Economics and the Public Welfare, p. 390.
[19] J.R. Rallo, Los Errores de la Vieja Economía, Cap. I.
[20] Olivier Blanchard & Daniel Pérez Enrri, Macroeconomía: Teoría y Política Económica con Aplicaciones a Latinoamérica, p. 57.
[21] J.R. Rallo, Los Errores de la Vieja Economía, Cap. I.
[22] Henry Hazlitt, The Failure of the New Economics, p. 36.
[23] J.B. Say, Tratado de Economía Política, Cap. XV.
[24] Axel Kicillof, Fundamentos de la Teoría General, p. 229.
[25] Thomas Sowell, Say’s Law, An Historical Analysis, p. 210.
[26] Steven Kates, Say’s Law and the Keynesian Revolution, p. 17.
[27] Véanse al respecto las críticas de H.H. Hoppe al edificio keynesiano, especialmente a los conceptos de interés, dinero y desempleo involuntario.
[28] J.R. Rallo, Los Errores de la Vieja Economía, Cap. I.
[29] Thomas Sowell, Say’s Law, An Historical Analysis, p. 37.
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