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sábado, 17 de junio de 2017

LECCIONES DE LOS NOBEL PARA SOCIALISTAS


http://blog.juanramonrallo.com/



Las dos instituciones fundamentales de cualquier economía de mercado son la propiedad privada y los contratos voluntarios. La propiedad privada asigna títulos de control sobre recursos determinados mientras que los contratos habilitan a los agentes a establecer relaciones cooperativas y mutuamente beneficiosas con respecto a sus respectivas propiedades o a sus comportamientos futuros. Tan elementales institutos permiten articular y coordinar descentralizadamente un gigantesco sistema de división del trabajo que actúa como motor de la creación de riqueza y de la innovación.
Los dos premios Nobel de este año, Oliver Hart y Bengt Holmström, han dedicado su vida académica a desarrollar las ventajas y los límites que llevan aparejados sendos mecanismos a la hora de potenciar la cooperación económica entre los seres humanos con respecto a uno de los determinantes cruciales de esa cooperación: los incentivos. Dado que las personas respondemos a incentivos, éstos cuentan (y mucho) a la hora de estructurar los términos y la extensión de las interacciones humanas, de modo que resulta harto relevante analizar cómo los contratos y la propiedad afectan a los incentivos de las personas para cooperar en la generación conjunta de riqueza.
Hart y Holmström se plantean semejante cuestión dentro del marco de una economía capitalista, donde existe propiedad privada de los medios de producción. Sin embargo, y como a continuación expondremos, sus aportaciones también son muy pertinentes para entender los enormes deficiencias que experimenta una economía socialista, esto es, aquella donde la propiedad de los medios de producción esté concentrada en manos del Estado (nótese que hablo de economía socialista, no socialdemócrata). O dicho en otras palabras, los hallazgos teóricos de los Nobel no sólo arrojan luz sobre el funcionamiento del capitalismo, sino también sobre el mal funcionamiento del socialismo.
El socialismo depende de los incentivos
El objetivo último del comunismo utópico es romper la conexión entre producción y distribución: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”. Se me ocurren pocas máximas que contengan incentivos tan perversos como ésta: lo que usted obtendrá es completamente independiente de lo que usted haga. El propio Marx era consciente de que esta aspiración sólo podría materializarse cuando la escasez económica hubiese desaparecido y, textualmente, “corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva”. Hasta alcanzar ese idílico momento, él mismo reconocía que, bajo el transitorio sistema socialista, el principio que debía prevalecer era el de “tanto trabajas, tanto cobras”: “el derecho de los productores es proporcional al trabajo que han rendido; la igualdad, aquí, consiste en que se mide por el mismo rasero: por el trabajo”. El manual de economía de la Unión Soviética lo resumía con sencillez: “a cada cual según su trabajo”.
La razón de ligar remuneración a trabajo desempeñado es, simple y llanamente, la de alinear incentivos: si quieres cobrar más, tendrás que hacer más (si se cobrara más haciendo lo mismo, nadie se esforzaría por producir más y no podría ser posible incrementar las remuneraciones de todos). Pero aquí nos topamos con un serio problema: ¿cómo monitorizamos y cuantificamos el trabajo individual desempeñado en cada momento por todos los obreros que conforman un equipo de trabajo? El proxy más común para saber cuánto se ha esforzado cada empleado es el de atender a sus resultados, ligando su remuneración a tales resultados: “si eres capaz de producir más, cobrarás más”.
Holmström: incentivos sin ruido
Sin embargo, y esta es una de las cuestiones importantes que juiciosamente ha señalado uno de los premios Nobel de este año, Bengt Holmström, los resultados serán en muchas ocasiones un mal proxy del trabajo desempeñado por una persona por cuanto pueden contener ruido (parte de tus resultados depende de la acción de tus compañeros, de circunstancias ajenas a tu empleo como el clima, el estado de la economía, el azar, etc.) o ser difíciles de medir (sobre todo en servicios u ocupaciones muy cualificadas). Lo que Holmström reclama es que todas aquellas variables que permitan individualizar y cuantificar (o al menos aproximar) el esfuerzo particular de cada trabajador deberían emplearse para diseñar un sistema de incentivos eficiente a la hora de premiar o de penalizar a los trabajadores (principio de informatividad). En caso contrario, los incentivos individuales se verán alterados en una mala dirección: si espero que mis resultados sean bastante buenos al margen de mi comportamiento y gracias a variables externas a mi control, no necesitaré esforzarme para alcanzar una remuneración alta; si espero que mis resultados sean malos al margen de mi comportamiento y por culpa de variables ajenas a mi control, exigiré una alta remuneración fija para cubrirme frente a ese riesgo que no me es imputable (de modo que los incentivos no se alinearán con la acción).
El principio de informatividad se ha utilizado, por ejemplo, para criticar las actuales remuneraciones de los directivos. En lugar de vincular el salario un de alto directivo a la evolución del precio de las acciones de su compañía, debería ligarse a otras variables que permitan individualizar qué parte de ese incremento de valor bursátil es imputable a su gestión (por ejemplo, cuánto se revalorice su acción en relación a las acciones de sus compañías rivales). En caso contrario, cuando el conjunto de la bolsa crezca (simplemente porque el grueso de la economía vaya bien), el directivo cobrará más aun cuando no haya hecho absolutamente nada para lograrlo; en cambio, cuando la bolsa se hunda (porque hay un pánico infundado en todo el mercado), el directivo cobrará menos aun cuando se haya esforzado mucho en generar valor y minimizar la caída.
El socialismo no puede limpiar el ruido
La implantación del principio de informatividad en los contratos dista de ser sencillo, pues no siempre los indicadores necesarios están disponibles (es más, las ganancias de eficiencia de los contratos sofisticados pueden no a compensar el coste de su mayor complejidad). Pero en aquellos casos en los que sí convenga y se quiera utilizarlos, el socialismo lo tiene mucho más complicado que el capitalismo para sacar partido de las ventajas del principio de informatividad: en esencia, por dos motivos.
El primero porque las fuentes de información son mucho más abundantes en el capitalismo que en el socialismo, de modo que disponemos de muchos más referentes a partir de los cuales construir contratos con buenos incentivos. El caso probablemente más evidente es el de los precios de mercado: el capitalismo dispone de precios y el socialismo no (al menos, no de precios verdaderamente informativos y relevantes). Si queremos utilizar la evolución de algunos de esos precios para ajustar las remuneraciones variables de los trabajadores (por ejemplo, que si el petróleo se encarece no castiguemos salarialmente a los empleados de empresas que usen intensivamente el petróleo ya que éstos no tendrán ninguna responsabilidad en el hundimiento de su capacidad productiva), no será posible hacerlo en el socialismo y sí en el capitalismo.
El segundo problema afecta a la falta de credibilidad del sistema de incentivos, en una doble vertiente. En una economía socialista, el planificador central —con sus unidades delegadas— controla la totalidad de los recursos económicos y establece el sistema de remuneraciones presuntamente siguiendo el mandato del conjunto de la clase proletaria. Si, efectivamente, el órgano de planificador central está sometido a la voluntad de los trabajadores, es poco probable que éste sea muy estricto a la hora de castigar a aquellos equipos de trabajo que no cumplan sus objetivos por culpa de que algunos obreros indeterminados se hayan “escaqueado” de sus obligaciones: y si es poco probable que se castigue a los equipos incumplidores, la amenaza de sanción por trabajar poco no será creíble y el sistema de incentivos no funcionará. Imaginen que una asamblea de trabajadores establece a principios de año que, si no alcanzan unos determinados objetivos, todos los trabajadores se bajarán el sueldo un 10%; una vez transcurrido el año, los objetivos no se alcanzan pero nadie puede individualizar quién tiene la culpa de ello. ¿Qué es más probable: que la mayoría vote auto-recortarse el salario o que se opongan? Pues probablemente que se opongan: hay un defecto de inconsistencia temporal en la norma. Justamente, Holmström creía que una de las funciones de la propiedad capitalista de los medios de producción era volver creíble esa amenaza de sanción: si el equipo de trabajadores no alcanza sus objetivos, el capitalista ejecuta a rajatabla los términos del contrato y no les paga la parte variable de su salario, de modo que ninguno de ellos tiene razones para escaquearse (pues ninguno de ellos quiere cobrar menos) y los incentivos grupales quedan perfectamente alineados.
Si, en cambio, el órgano de planificador central no está sometido a la voluntad de los trabajadores —porque, por ejemplo, estamos ante una tiranía productiva muy salvaje—, es muy probable que el conjunto de los obreros sí crean que van a ser sancionados por el dictador en caso de que no cumplan, pero es muy poco probable que confíen en la imparcialidad del dictador a la hora de juzgar si han cumplido o no: dado que el órgano de planificación socialista controla casi todos los recursos de la economía, le será muy fácil manipular ex post las variables que se hayan acordado ex ante para determinar la remuneración variable de los trabajadores. Por ejemplo, si el dictador y los trabajadores de la industria automovilística han “pactado” un alza salarial del 10% en caso de que la producción de coches aumente con un 20% con respecto a la media de los últimos cinco años, bastará con que el dictador “estrangule” la provisión de los recursos que necesitan —acero, electricidad, maquinaria pesada…— para que ese incremento no llegue a materializarse. Conscientes de ello, los trabajadores estarán mucho menos incentivados a alcanzar unos objetivos que pueden ser manipulados arbitrariamente por quien no desea pagarles más.
Semejante estrangulamiento es mucho más complicado de lograr en una economía capitalista: si los accionistas han pactado con el gerente y los trabajadores de la industria automovilística un alza salarial del 10% en caso de que consigan aumentar la producción un 20% con respecto a la media de los últimos cinco años, los accionistas no podrán impedir que los proveedores de acero o electricidad abastezcan de materiales a la industria automovilística (salvo que estas otras compañías sean también de su propiedad: justo lo que sucede en el socialismo, esto es, la concentración de la propiedad en unas solas manos). Precisamente, Holmström también ha puesto de manifiesto que los contratos con remuneraciones variables sofisticadas sólo funcionan en entornos que no son susceptibles de manipulación por los propios agentes (todo lo contrario de lo que sucede en una economía de planificación central).
Al final, el socialismo lo tiene enormemente complicado para diseñar sistemas de incentivos eficaces. Acaso por ello, la forma de “estimular” a producir más apenas consistiera en una mayor propaganda estajanovista y otros corruptibles sistemas de recompensa muy torpemente diseñados. Leyendo a Holmström podemos entender, en retrospectiva, por qué en gran medida fue así.

Propiedad privada y contratos voluntarios constituyen las dos instituciones básicas del capitalismo. Hace unos días, analizamos algunas de las principales aportaciones del recién Nobel de Economía Bengt Holmström sobre cómo diseñar contratos que alineen óptimamente los incentivos de los agentes para maximizar las posibilidades de coordinación entre ellos a la hora de generar riqueza. Y, como vimos, el socialismo lo tiene mucho más complicado que el capitalismo a la hora de generar este tipo de contratos, por lo que, al menos por esta vía, será inherentemente más ineficiente.
Sin embargo, en aquellas situaciones donde la incertidumbre sobre el futuro es muy elevada o donde el desempeño de un agente es muy difícil de medir, los contratos devienen herramientas insuficientes para lograr una coordinación efectiva entre las partes: simplemente, es imposible que un contrato prevea todas las contingencias futuras por las que atravesará la relación económica entre dos o más agentes y, por tanto, no será posible consensuar ex ante cómo deberá responderse ante cada una de esas contingencias, especialmente cuando ni siquiera podamos evaluar cómo ha respondido cada parte por la dificultad de calibrar su aportación. Nos hallaremos ante un problema de contratos incompletos.
Los problemas de la renegociación
En estos casos, cuando aparezcan circunstancias no previstas en el contrato, no quedará otro remedio que renegociar: esto es, ambas partes deberán volver a sentarse para acordar en ese momento cómo repartirse los nuevos costes o los nuevos beneficios derivados de esas circunstancias que no fueron capaces de prever inicialmente. Y, como es obvio, cada una de esas partes negociará con base a su propiedad. Por ejemplo, si un fabricante de chips le vende hoy a un fabricante de ordenadores una determinada cantidad de chips, ese contrato de compraventa no especificará si se volverán a vender más unidades en el futuro o a qué precios se venderán: todo eso dependerá de la demanda futura, de los costes de producción futuros, de la aparición de nuevos competidores, etc. Por tanto, en caso de que haya nuevas transacciones futuras habrá que renegociar unos términos contractuales no previsibles a día de hoy: y la base de esa renegociación serán las propiedades respectivas de las partes (“te vendo los chips a este precio porque soy propietario de ellos” o “te compro los chips pagando esta cantidad de dinero porque soy dueño del mismo”).
Este proceso de renegociación puede no ser demasiado traumático para aquellos agentes contratantes que cuenten con muchas otras opciones disponibles en el mercado: es decir, si la empresa de ordenadores puede comprar los chips que necesita a otros fabricantes o si la compañía de chips puede vendérselos a otros productores de PCs, la necesidad de renegociar en el futuro será un incordio menor (“si no me gustan tus condiciones, me voy con otro”). Pero imaginemos que esos chips sólo sirven para un determinado modelo de ordenador que sólo es ensamblado por ese fabricante de PCs: en ese caso, la permanente renegociación de los términos de cada compraventa generará mucha tensión y quebraderos de cabeza y, además, expondrá a un alto riesgo al fabricante de chips (si el fabricante de ordenadores se planta y se niega a seguir comprándoselos, todas sus inversiones específicamente dirigidas a fabricar chips se desvalorizarán).
Los elevados costes de transacción y el considerable riesgo de inversión en activos ultraespecíficos en negocios expuestos a la renegociación son dos de los motivos que explican la integración de empresas: si el fabricante de ordenadores no compra los chips a ninguna empresa externa porque los construye por sí mismo (o si la compañía de chips no los vende a ningún ensamblador de ordenadores, sino que fabrica sus ordenadores internamente), entonces se minimizan tanto los costes de transacción por renegociación (ésta es una de las aportaciones que le valió el Nobel en 2010 a Oliver Williamson) como el riesgo de inversión en activos específicos  asimismo derivado de esa renegociación futura. Es decir, para alinear correctamente los incentivos en entornos inciertos, los activos muy específicos que deban utilizarse complementariamente (los chips y los ordenadores, en nuestro ejemplo anterior), tenderán a recaer bajo la propiedad de un mismo agente (o la empresa de chips fabricará ordenadores o la empresa de ordenadores fabricará chips), al menos mientras los costes vinculados a la creciente burocratización de integrar empresas sigan compensando las ganancias de esa integración.
Hart: la propiedad sigue al valor
La corrección básica a esta teoría que introdujo uno de los premios Nobel de 2016, Oliver Hart, fue señalar que no es irrelevante qué agente concentre la propiedad de todos esos activos: y es que la propiedad proporciona al dueño los beneficios futuros derivados del uso de esos activos en entornos inciertos, por tanto será él quien tendrá mayores incentivos a invertir en ellos. Los no propietarios, por el contrario, saben que habrá escenarios futuros (no especificables en ningún contrato) bajo los que su esfuerzo y dedicación podrá quedar insuficientemente remunerada: por eso, tendrán a infrainvertir en desarrollar tales activos. Por consiguiente, si la estructura de la propiedad afecta a la estructura de los incentivos, no será irrelevante qué aptitudes para invertir en esos activos específicos (conocimientos y otros recursos) posea cada uno de los posibles propietarios.
Así, la creación de riqueza se maximizará cuando la propiedad de un conjunto de activos complementarios recaiga sobre la persona con mayor capacidad para desarrollar —para invertir más y de manera más eficaz—aquel activo relativamente más valioso dentro de esa estructura. En nuestro ejemplo anterior, ¿qué es preferible: que la empresa de chips compre a la de ordenadores o que la empresa de ordenadores compre a la de chips? Si el valor para el consumidor del producto final depende esencialmente de la calidad de los chips, se maximizará la riqueza mediante la primera opción; si depende del ensamblaje del resto del ordenador, con la segunda. Si, en cambio, ambas aportaciones son igual de cruciales, la solución preferible puede ser que la propiedad recaiga en un tercero cuya participación es esencial para ambas partes aun cuando no realice inversiones relevantes (por ejemplo, un empresario con conocimiento específico en ordenadores y chips y que proporcione una capacidad coordinadora entre ambos poco sustituible en el mercado) o, en ocasiones, que la propiedad se mantenga separada a pesar de los problemas anteriores que hemos mencionado.
En todo caso, según Hart, la propiedad de los activos jamás debe concentrarse en personas que no realizan inversiones relevantes y que sean fácilmente sustituibles, pues ello sólo servirá para que esa persona parasite parte de los beneficios que alternativamente habrían ido a parar a aquel agente indispensable que sí es capaz de efectuar inversiones relevantes (lo que reducirá sus incentivos a efectuar tales inversiones relevantes): o dicho de otro modo, es un enorme error socializar completamente la producción —otorgar a todas las personas derecho de veto sobre todos el uso de todos los activos—, pues ello provocará un hundimiento de aquella inversión —tiempo, conocimientos y recursos— que socialmente resulte más valiosa.
En una economía capitalista, los derechos de propiedad sobre los activos son transables: es decir, resulta perfectamente factible reasignar el control sobre ellos mediante operaciones de compraventa (salvo en el caso del capital humano, aunque incluso aquí existen contratos en exclusividad, como los que firman los futbolistas). Es esta opción de canalizar los activos más escasos e importantes hacia aquellas personas con mayor capacidad para generar valor a través de ellos —y que sea esa persona, y no otras, quien tenga la última palabra acerca de cómo usarlos— lo que imprime un fortísimo dinamismo a la economía de mercado: la propiedad sobre los activos no se halla petrificada en unas mismas manos, sino que va rotando según el valor que cada cual es capaz generar. Por eso, además, los mercados financieros son tan importantes a la hora de permitir la construcción de coaliciones de socios capitalistas con mecanismos de control que no obstaculicen la creación interna de valor en una empresa. Sin duda, el capitalismo dista de ser perfecto a la hora de alumbrar estructuras de propiedad que cumplan con estos resultados deseables (la coordinación no es siempre perfecta y absoluta, sino que existen muchísimas fricciones y errores), pero lo crucial es que sí existe la oportunidad y la tendencia —vía aprovechamiento de beneficios latentes— a que se aparezcan.
El problema de la propiedad centralizada
El socialismo, por el contrario, centraliza por definición la totalidad de los activos en las manos del Estado (quien presuntamente los gestiona atendiendo a los intereses de la clase proletaria) o subsidiariamente en manos de cooperativas de trabajadores. La nota característica de ambos tipos de propiedad es que ésta no puede enajenarse a ningún individuo que devenga socio capitalista: los activos o están controlados por el Estado (propiedad pública) o por los trabajadores que los utilizan (cooperativas). En otras palabras, las rentas generadas por tales activos se distribuirán o entre la totalidad de la clase trabajadora (propiedad pública) o entre trabajadores en muchos casos fácilmente reemplazables por otros trabajadores (cooperativas), erosionando así los incentivos a invertir —de hecho, bloqueando su iniciativa a hacerlo— por parte de aquellos agentes con mayor capacidad para generar las estructuras de activos más valiosas (una intuición que, por cierto, ya expuso el gran economista János Kornai en su excelente libro El sistema económico socialista). En el socialismo, quien decide cómo, dónde y cuánto invertir es el órgano de planificación central (y, sometidas a ese plan general, las cooperativas autónomas): por tanto, el socialismo destruye los incentivos individuales a generar capital humano-empresarial sobre cómo recombinar eficientemente los recursos escasos. No estamos hablando de laminar los incentivos a esforzarse en trabajos físicos y repetitivos, sino de laminar los incentivos a generar nueva información acerca de cómo crear nuevos productos y nuevos métodos de producción: en suma, laminar los incentivos a crecer y prosperar socialmente.
Por supuesto, el socialismo dice ser capaz de resolver este problema fundamental mediante adecuados programas de incentivos para los órganos de planificación, para los gerentes de las empresas públicas y para los trabajadores que mayor y mejor capital humano proporcionen. Pero, como decíamos al comienzo artículo, no es posible construir ex ante contratos completos que establezcan una suficiente remuneración para cada uno de todos los potenciales cursos de acción futuros a los que se enfrentará cada persona (ahí es donde entra la función social de la propiedad que el socialismo destruye). Y, aun cuando en algunos casos poco complejos resultara posible hacerlo, el socialismo tampoco es capaz de diseñar contractualmente un adecuado programa de incentivos individuales, tal como ya explicamos haciendo referencia a los hallazgos teóricos de Hölmstrom.
En definitiva, el socialismo ni funciona ni puede funcionar porque elimina las dos instituciones básicas que permiten la coordinación económica a gran escala: la propiedad privada y los contratos voluntarios entre propietarios. Ni incentivos plenos para cooperar contractualmente (Hölmstrom), ni para crear nuevos activos de alto valor mediante la apropiación de su valor residual (Hart). Una ruina: ésa conocida ruina que alumbró el socialismo real cuando tuvo que pasar de crecer empleando factores previamente inutilizados a crecer empleando tales factores de un modo más intensivo y eficiente. Ahí fue cuando inevitablemente se vino abajo.

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