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domingo, 18 de junio de 2017

Arthur Koestler: Una vida intensa

Arthur Koestler: Una vida intensa

Alberto Benegas Lynch (h) reseña la vida y obra del escritor Arthur Koestler.
El subtítulo de uno de los libros de Fernando Savater reza se este modo: “sobre el gozo de leer y el riesgo de pensar”. Magnífico resumen de la parte más sustanciosa de la vida a la que no todos le sacan debido provecho. Como escribía Goethe “al leer uno no solo se informa sino, sobre todo, se transforma”. La lectura tiene la gran virtud de ejercitar la imaginación y, por ende, estimula el espíritu creativo, a diferencia, por ejemplo, de las incursiones televisivas que imponen el ritmo y dan servida la imagen. La lectura de obras de peso conducen al buen pensamiento, a lo que algunos le escapan o por desidia o por miedo al cambio que suele hacer crujir por dentro al lector.
En todo caso, en esta nota periodística me voy a referir a un personaje suculento que era un gran lector y, por tanto, de un gran pensador: Arthur Koestler, como se sabe, a su vez un gran escritor: su Autobiografía en dos tomos, sus célebres colecciones de ensayos, especialmente En busca de lo absoluto (que contiene la muy meditada crítica a Ghandi, sus reflexiones sobre el materialismo, el concepto de la teoría, entre otros), The Art of Creation (sobre la risa, el proceso de descubrimiento, aprender a pensar, la evolución de las ideas, las emociones y otros temas relevantes) y sus muy difundidas novelas El cero y el infinito Darkness at Noon, las dos severas reprimendas al comunismo del cual él formó parte y abandonó espantado por las horrendas crueldades del sistema. En realidad hay quienes opinan que no son estrictamente novelas sino más bien ensayos de denuncia, como Koestler mismo confiesa en su antes referida autobiografía: “Arruiné la mayor parte de mis novelas por mi manía de defender en ellas una causa; sabía que un artista no debe exhortar ni pronunciar sermones pero seguía exhortando y pronunciando sermones”.
Apunto aquí una digresión respecto a esta última cita de Koestler cuya conclusión, si bien la más difundida entre los escritores, no es compartida por todas las grandes plumas. Menciono tres ejemplos. T.S. Elliot se pregunta “¿Es que la cultura requiere que hagamos un esfuerzo deliberado para borrar todas nuestra convicciones y creencias sobre la vida cuando nos sentamos a leer poesía? Si es así tanto peor para la cultura”. A su vez, Giovanni Papini sostiene que “El artista obra impulsado por la necesidad de expresar sus pensamientos, de representar sus visiones, de dar forma a sus fantasmas, de fijar algunas notas de música que le atraviesan el alma, de desahogar sus desazones y sus angustias y —cuando se trata de grandes artistas— por el anhelo de ayudar a los demás hombres, de conducirlos hacia el bien y hacia la verdad, de transformar sus sentimientos, mejorándolos, de purificar sus pasiones más bajas y exaltar aquellas que nos alejan de las bestias”. Y, por su parte, Victoria Ocampo concluye que “El arte de bien elegir y de bien disponer las palabras, indispensable en el dominio de la literatura, es, a mi juicio, un medio y no un fin […] No veo en realidad por qué cuando leo poesía, como cuando leo teología, un tratado de moral, un drama, una novela, lo que sea, tendría que dejar a la entrada —cual paraguas en un museo— una parte importante de mi misma, a fin de mejor entregarme a las delicias de la lectura”.
Vamos ahora sumariamente a la vida y, sobre todo, a ciertos pensamientos de nuestro personaje. Koestler operó activamente contra el régimen nazi en diversos frentes, se estableció en Viena y en Berlín, fue corresponsal en España donde se salvó milagrosamente de ser fusilado por las fuerzas franquistas, sus peripecias en Francia lo condujeron a un campo de concentración hasta que pudo refugiarse en Inglaterra país en el que desarrolló la mayor parte de sus estudios y escribió el grueso de sus obras de mayor calibre. Nació en Budapest en 1904 y, tal como había planeado si su salud le amenazara de tal modo que correría el riesgo de quedar en estado vegetativo, cuando se presentó esa situación, se quitó la vida en París en 1983 junto a su mujer que procedió de igual manera, ingiriendo el mismo veneno que utilizó muchos años antes su amigo Walter Benjamin.
Sus escritos revelan su curiosidad, su inteligencia que le permitió una faena polifacética y su templanza. Afortunadamente trasladó esas virtudes en sus trabajos principalmente debido a su deseo de perpetuarse en las bibliotecas, y como señalan sus editores al recoger sus escritos, afirmó que “tengo una idea muy exacta de lo que a mí, como escritor, me impulsa. Es el deseo de trocar cien lectores contemporáneos por diez lectores dentro de diez años, o por un lector dentro de cien años”.
Son sumamente aleccionadoras algunas de sus observaciones al correr de la pluma, aunque puestos en contexto no siempre el autor parece percatarse de las consecuencias últimas de lo que dice. Por ejemplo, ilustra magníficamente en una frase lo que otros hemos intentado explicar en largos ensayos y es un mundo físico frente a la cambiante capacidad de decidir, el libre albedrío de los humanos, así dice que “uno puede calcular con una exactitud de una fracción de grado dónde se encontrará Sirio dentro de un millón de años, pero no puede predecir la posición espacial de su cocinera dentro de cinco minutos”.
Asimismo, muestra la jerarquía mayor del espíritu frente a la materia al sostener que “la diferencia entre vender el cuerpo y las otras formas de prostitución —política, literaria, artística— es simplemente una cuestión de grado, no de clase. Si la primera nos repele más, es señal de que consideramos el cuerpo más importante que el espíritu”. A lo que agrega que “desde fines del siglo xviii, el puesto de Dios ha quedado vacante de nuestra civilización; pero durante el siglo y medio siguiente ocurrieron tantas cosas que nadie se dio cuenta […] La búsqueda de la ciencia en si no es nunca materialista. Es una búsqueda de los principios de ley y de orden en el universo, y como tal es una empresa esencialmente religiosa”.
Como todos los de su generación, Koestler vivió los atentados antihumanos más concentrados y extendidos de la historia que, como refiere este escritor de fuste,  tuvieron por cabeza a Stalin, Hitler y Mao, lo cual infectó distintos ámbitos, situación que dejó cicatrices que todavía padecemos. Sin embargo, Arthur Koestler pudo zafar del vendaval y concluyó que todos los sistemas totalitarios destrozan la condición humana y que el nacionalsocialismo y el comunismo están a la par.
No pocos de los que modifican su actitud intelectual desde el socialismo hacia el liberalismo revelan incomprensiones respecto al análisis económico por lo que se filtran aquí y allá manifestaciones contradictorias con la libertad y el respeto recíproco porque las más de las veces no aparece en ellos una conducta suficientemente masticada. No es así en todos los casos, hay ex socialistas que son formidables defensores de la sociedad abierta en todos sus ramas porque ante todo debe subrayarse que el espíritu liberal no corta en tajos la libertad. No concibe como una muestra de racionalidad el mantener que se es liberal en lo político pero no en lo económico, como si el continente pudiera sostenerse en el vacío sin proteger al contenido, es decir, como si se pudiera adherir a las libertades civiles o al marco institucional del liberalismo sin garantizar que cada uno pueda hacer lo que estime conveniente con su vida y hacienda que es precisamente el contenido o la libertad económica.
Pues bien, en los muchísimos escritos de Koestler se nota este lastre de su anterior posición socialista. Dada la vida por la que transitó éste escritor, tal vez sea lo menos que puede faltarle en su formación. Es en verdad curioso pero a los que se esfuerzan en demostrar los problemas inherentes a la economía se les dice peyorativamente “economicistas” como si hubiera que abandonar la mencionada faena (especialmente la de explicar el significado del proceso de mercado) cuando, como queda dicho, es una de las causas centrales del mal entendido. Muy distinto es desde luego operar con anteojeras y mirar solo el lado crematístico y desatender los campos del derecho y la filosofía que son complementos indispensables, incluso para comprender la misma economía.
Por supuesto que hay otros intelectuales que conociendo los horrendos crímenes del stalinismo comunista alabaron el sistema con una malicia sin límites como fue el caso de Bertolt Brecht, al decir de Koestler “el poeta más celebrado entre los charlatanes comunistas de ese período fue Bertolt Brecht que puso de manifiesto gran deshonestidad intelectual […] Uno de los estribillos, que encierra la fórmula de Brecht en una fórmula que se hizo popular en la Alemania de la época prehitlerista:´Pues primero está mi estómago, luego la moral´. El tema de otro de los éxitos de Brecht, la pieza didáctica Un hombre es un hombre puede asimismo reducirse a la fórmula ´al diablo con el individuo´ […] La pieza teatral La medida que es al mismo tiempo la obra de arte más reveladora de toda la literatura comunista, representa la culminación de la carrera literaria de Brecht. Creo que sin duda los historiadores del futuro la citarán dentro de algunos siglos como una perfecta apoteosis de la inhumanidad” (Hannah Arendt recuerda “sus odas a Stalin”, por mi parte agrego que igual fue el caso de Neruda). Es como afirmaba Trostsky: “Nuestra meta es la reconstrucción total del hombre”, pensamiento que no solo revela una arrogancia fatal (como diría Hayek) sino el deseo de convertir al hombre en dócil rebaño.
Cierro esta nota con un último aspecto que con toda razón indignaba a Koestler (“la indignación moral puede compararse con una explosión interior” dice el autor) y es subrayar enfáticamente que “aprovecharse plenamente de las libertades constitucionales que asegura la sociedad burguesa con el fin de destruirlas constituye un principio elemental de la dialéctica marxista”, lo cual se traduce uno de los mayores peligros, es decir, el apartarse por completo del sentido de la democracia de los Giovanni Sartori de nuestra época para sustituirla por la cleptocracia, a saber, gobiernos de ladrones de libertades, de propiedades y de sueños de vida. Al efecto de contrarrestar esta avalancha mortal, es indispensable el establecimiento de nuevos límites al abuso del poder para que los enemigos de la sociedad abierta no la puedan demoler bajo la fachada de la democracia.

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