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martes, 27 de junio de 2017
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domingo, 18 de junio de 2017
El corazón de la corrupción en América Latina está en la esencia misma del Estado
El corazón de la corrupción en América Latina está en la esencia misma del Estado
Hana Fischer explica la importancia de la igualdad ante la ley y de la rendición de cuentas efectiva de los funcionarios públicos para combatir la corrupción.
En todas partes los políticos y burócratas suelen a despilfarrar la plata extraída a los contribuyentes. Sin embargo, en América Latina ese derroche alcanza cotas superlativas. Eso nos conduce a interrogarnos: ¿por qué ocurre eso?
Hay muchas posibles respuestas. Entre las principales se suele mencionar a la cultura imperante en esta región. Asimismo, a razones históricas: ese tipo de conducta estatal se arrastra desde la época colonial y continuó luego de las respectivas independencias.
Si bien esas explicaciones son correctas, ilustran tan solo parcialmente la verdad. Si esas fueran las causas esenciales —por definición inmodificables— entonces Latinoamérica estaría condenada a chapotear eternamente en medio de la mediocridad, la corrupción y el subdesarrollo.
Pero eso no es así. La prueba es la evolución de algunos países que lograron revertir esa nefasta tendencia e incorporar una saludable cultura política. Entre los casos más notables están Nueva Zelandia, Irlanda y Estonia. Esas naciones eran estatistas, burocratizadas, con una economía decadente debido a las múltiples regulaciones mal concebidas y a los monopolios estatales. Pero líderes lúcidos convencieron a la ciudadanía de la bondad de los cambios que pretendían implementar. Los resultados en cada uno de esos países han sido tan increíbles, que suelen ser tildados de “milagro”.
De los mencionados éxitos, nuestro continente podría sacar provechosas lecciones. Debería empezar por desentrañar cuál fue la fórmula para cambiar en relativamente poco tiempo la cultura general.
A nuestro entender, las raíces tanto de las buenas como de las malas prácticas son los incentivos que operan en el ámbito público. Ellos se materializan en el derecho vigente y en las instituciones. Los incentivos perversos fomentan las diferentes variedades de corrupción (clientelismo, amiguismo, nepotismo, designar para dirigir a empresas estatales a individuos incompetentes pero correligionarios, etc.). En cambio, cuando los estímulos son los adecuados, ellos impulsan las conductas virtuosas.
Con respecto al derecho, una doctrina ampliamente aceptada es que todos debemos ser iguales ante la ley. Esa idea se impuso durante la Ilustración, para combatir los privilegios del Antiguo Régimen. Una época en que la ley y los tribunales eran diferentes según el estamento (aristocracia o tercer estado) a que perteneciera cada uno. O sea, un sistema absolutamente injusto.
Sin embargo, en Latinoamérica la desigualdad ante la ley y la existencia de estamentos están establecidas en el corazón mismo de nuestra organización política. Ahí residen los incentivos perversos que dan origen a conductas indeseables y provocan los despilfarros estatales mencionados.
Concretamente, nos estamos refiriendo a la existencia de un derecho privado y otro administrativo. Además de ser injusto —constituye una recreación del Antiguo Régimen— es lo que induce al despilfarro, a la imprudencia en la elección de “cabezas” de las empresas públicas, a la contratación innecesaria de empleados públicos y a la corrupción.
Si todos estuviéramos sometidos a la ley común, las autoridades serían mucho más cuidadosas en el nombramiento de subalternos y en el uso de los dineros públicos. Si gobernantes, jerarcas y legisladores tuviesen que responder con su propio patrimonio por los daños y perjuicios que les provocan a otros, muy diferente sería su actitud.
Desde esa perspectiva, un principio general del derecho establece que quien cause un perjuicio deberá repararlo económicamente. No obstante, los servidores públicos están eximidos de esa obligación. Cuando ellos —por incapacidad o desidia— perjudican a alguien, los billetes para la compensación correspondiente no salen de su bolsillo, sino de rentas generales. Es decir que todos —incluso el propio damnificado— son los que pagan “los platos rotos”.
Precisamente una de las cosas que más rabia da es constatar la forma tan diferente en que las autoridades administran la plata propia de la fiscal. Por esa razón es que hay países fundidos, con deudas soberanas desorbitantes, mientras que los tomadores de decisiones político-económicas nadan en la abundancia.
¿Con ese tipo de incentivos es de sorprender que en el ámbito estatal predominen las conductas deshonestas? ¿Qué el dinero extraído a los contribuyentes se gaste “tirando manteca al techo”? ¿Qué se llene la plantilla estatal de gente ociosa e innecesaria? ¿Qué se escojan a los jerarcas por afinidad política, familiar o de amistad y no por idoneidad para ocupar determinado cargo?
Además, tenemos el tema de las instituciones. Por ese lado, en América Latina suele predominar la farsa. Por ejemplo, en las constituciones se establecen órganos de contralor. Pero en gran medida, no son instituciones efectivas. Eso ocurre porque a las autoridades de este continente no les gusta ser controladas y mucho menos tener su poder limitado. En eso no hay mayores diferencias entre ser “de izquierda” o “de derecha”; un partido “tradicional” o uno “progresista”.
En consecuencia, el funcionamiento de esos órganos de control está concebido de modo tal que en los hechos no pueden realmente impedir los abusos de poder ni las corruptelas. Algo importante a destacar, es que frecuentemente eso no se debe a que los ministros de esos organismos no realicen adecuadamente su labor, sino al diseño institucional.
Para ilustrar lo expresado, tomemos el caso del Tribunal de Cuentas del Uruguay. Tal como su nombre lo indica, este cuerpo tiene la función de vigilar el modo en que las autoridades administran la hacienda pública, teniendo como objetivo el “beneficio directo de la sociedad”.
Sin embargo, a pesar esas palabras tan rimbombantes, sus facultades son muy estrechas porque se limitan a verificar la legalidad del gasto. Queda fuera de su jurisdicción analizar si el desembolso decidido por determinado funcionario es necesario, oportuno o racional.
A esas potestades tan acotadas, se le agrega la forma en que el gasto público es fiscalizado. Cuando el Tribunal de Cuentas considera que un determinado gasto se aparta de la legalidad, lo “observa”. Frente a esa situación, el funcionario puede acatar la resolución y no realizarlo o por el contrario, puede “reiterarlo” (en criollo, ignorar el dictamen adverso y utilizar el dinero como le dé la gana). Esta última, es una práctica muy extendida entre las autoridades.
Si el Tribunal de Cuentas mantiene sus observaciones, lo notificará a la Asamblea General para que laude sobre el diferendo. Esta tiene 60 días para pronunciarse. Vencido ese plazo y sin resolución expresa del legislativo, se considera que este ha considerado como “bueno” el controversial gasto.
Hay que resaltar que los ministros del Tribunal de Cuentas han denunciado en reiteradas ocasiones que anualmente mandan cientos de observaciones para que sean analizadas por el parlamento, y que este “ni siquiera las mira”. Por tanto, vemos que se originan incentivos perversos que promueven el despilfarro y las corruptelas.
Si se busca incentivar conductas virtuosas, lo adecuado sería el mecanismo inverso. O sea, que si la Asamblea General no se expide en un plazo de 60 días un pronunciamiento, entonces se considera que ese gasto no debe hacerse. Y si el funcionario igual lo realiza, debería responder por ello con sus propios bienes ante la justicia ordinaria… y la penal si correspondiera.
Con los incentivos correctos, en poco tiempo Latinoamérica cambiaría su forma de actuar en el área estatal. Habría un cambio cultural que aparejaría el fin del actual despilfarro de los recursos públicos. No es poca cosa.
Este artículo fue publicado originalmente en Panam Post (EE.UU.) el 10 de junio de 2017.
Discurso de recepción del Premio Juan de Mariana 2017
Alberto Benegas Lynch (h) describe la tradición liberal en su discurso de aceptación del Premio Juan de Mariana 2017.
Muchas gracias por ese recibimiento tan generoso. A veces uno no puede controlar los sentimientos. Me enseñaron que los actos de esta naturaleza se pueden encarar de distintas maneras, pero lo que nunca hay que hacer es llorar.
Estoy emocionado y honrado por recibir este premio y por los dichos de quienes me precedieron en el uso de la palabra.
La primera vez que tuve referencias del padre Juan de Mariana fue con el libro que todos ustedes conocen, de Marjorie Grice-Hutchinson, The School of Salamanca. Luego me fui interiorizando más con esta persona, Juan de Mariana, principalmente a raíz de los escritos de Gabriel Calzada, que es, como se sabe, el fundador y el presidente del Instituto Juan de Mariana, que tanto bien ha hecho y tanto bien hace por la causa de la sociedad abierta. El último trabajo que leí de Gabriel sobre Juan de Mariana fue en un libro que escribimos en honor a Manuel Ayau, que coeditamos con Giancarlo Ibargüen, y que, si la memoria no me falla, versaba sobre sus contribuciones monetarias.
Como se sabe, la tradición liberal y, especialmente, la tradición de la Escuela Austriaca, constituye un punto de inflexión en las corrientes de pensamiento que han ocupado una parte muy importante de la historia. Pero creo que la posición liberal o el espíritu liberal recuerda a un cuento de Borges en el que aparecen dos amigos, Macedonio Fernández y Leopoldo Lugones. Macedonio Fernández siempre terminaba la conversación con puntos suspensivos para que pudiera seguir el debate, mientras que lo que decía Leopoldo Lugones era asertivo, pues significaba un punto final, y si se quería seguir conversando había que cambiar de tema. Bueno, el espíritu del liberal es el de Macedonio Fernández, con sus puntos suspensivos. Siempre estamos atentos a nuevas conversaciones, nuevas contribuciones, en un contexto evolutivo.
Y en este contexto, quiero presentarles lo que dijo Hayek en la primera edición de 1973 de su libro Law, Legislation and Liberty, en las primeras doce líneas de su primer tomo, donde señala que los esfuerzos de los liberales a través del tiempo han sido muy fértiles y muy meritorios, pero tenemos que reconocer, puntualiza el austriaco, que para contener al Leviatán han sido un completo fracaso. Entonces, en ese contexto, en el tercer tomo de Law, Legilation and Liberty, Hayek sugiere límites para el poder legislativo. Como ustedes saben, Bruno Leoni ha propuesto límites para el poder judicial. Les invito a que pensemos ahora en los límites al poder ejecutivo. Me baso en un pasaje de Montesquieu que es poco conocido y que consigna que el sufragio por sorteo está en la índole de la democracia. ¿Esto qué quiere decir? ¿Cómo por sorteo? Sí, todos aquellos mayores de edad que quieren ser funcionarios gubernamentales, que sepan leer y escribir —aunque eso no es tan importante como estamos viendo con los políticos— deben acceder a los cargos por sorteo. Entonces, ¿quiere decir que cualquiera puede ser gobernante? Exactamente, cualquiera. Por tanto, tengo que proteger mi propiedad y mi vida. Y eso es lo que se necesita, volcarse en instituciones, como decía Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos, al contrario de la sandez del filósofo rey de Platón, para que los Gobiernos hagan “el menor daño posible”.
Además del sorteo aplicado al poder ejecutivo, creo que es de interés repasar los debates en la Asamblea Constituyente estadounidense, cuando el 1 de junio de 1787 Benjamin Franklin sugiere en ese debate, según los apuntes muy meticulosos y detallados de James Madison, la conveniencia de insistir si el poder ejecutivo debiera ser unipersonal o establecer un triunvirato (a three men council). Los argumentos propuestos por Elbridge Gerry, que después fue vicepresidente de Madison, y de Edmund Randolph, que en ese momento era gobernador de Virginia y fue el segundo secretario de Estado, sugieren insistir en el triunvirato para minimizar o atenuar el poder, alejarse más de sistemas presidencialistas fuertes y establecer un triunvirato y, en todo caso, solo en una situación de guerra que cada miembro rote.
Ustedes pueden pensar que es una cosa bastante fantasiosa lo que estoy sugiriendo para el poder ejecutivo. Puede ser que sea fantasiosa, John Stuart Mill decía que las ideas buenas siempre recorren tres pasos, la ridiculización, el debate y la adopción. Pero no necesariamente tiene que adoptarse lo que sugiere Hayek, Leoni o Montesquieu. Puede haber otros límites. Lo que digo es que, dada la situación del mundo, no podemos permitir que, en nombre de la democracia, terminemos en un gulag mundial. Estamos viendo lo que ocurre aquí en Europa con los nacionalismos, en los Estados Unidos con el nuevo personaje que ha asumido la presidencia, en algunos países latinoamericanos. De manera que no podemos esperar un milagro, quedarnos de brazos cruzados e insistir en el mismo sistema que nos ha llevado a la situación en la que estamos. Repito, en esto de la fachada de la democracia, que el extremo puede ser Venezuela hoy, corremos el riesgo de terminar en un gulag, y será tarde para reaccionar.
Ahora, esto va para el “mientras”. Creo que hay debates escritos y posiciones que son sumamente atractivas, muy importantes y muy consistentes que han desarrollado los pioneros Murray Rothbard, Walter Block, Jan Narveson, Bruce Benson, Anthony de Jasay y muchos otros que refutan claramente los bienes públicos, los free riders, el dilema del prisionero, la asimetría de la información que remite a la selección adversa ex ante de la relación contractual y al riesgo moral para la situación poscontractual.
Pero hay una cuestión, si se quiere, semántica. Y es que yo personalmente rechazo la expresión anarcocapitalismo. ¿Por qué la rechazo? Porque no me atraen los dos elementos del binomio. Es cierto que el capitalismo lo usamos todos, entendemos lo que queremos decir, pero marca un peso demasiado grande en aspectos crematísticos. Me gusta por eso mucho más la palabra liberalismo.
Respecto del anarquismo, la primera persona que usó esa expresión fue William Godwin, que dice y lo define como la ausencia de normas, y eso no es lo que queremos decir. Una de las acepciones del Diccionario Filosófico de Ferrater Mora remite al mismo significado. No podemos vivir sin normas, se trata de procesos evolutivos de descubrimiento o de la producción desde el vértice del poder. No solo ausencia de normas en el caso de Godwin, sino eliminación de la propiedad privada y una supuesta eliminación del aparato estatal, poniendo en su lugar una nomenclatura mucho más pesada y férrea, como lo harían Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Sorel, Stein o los contemporáneos polifacéticos Herbert Read y Noam Chomsky. Yo prefiero la idea de “autogobierno” que he desarrollado primero en uno de mis libros de 1993 editado por EMECÉ en Buenos Aires y luego en otras ocasiones. Lo importante es no pretender nunca cortes abruptos en la historia. Se trata de un proceso evolutivo, de debates abiertos de entender las bases y los cimientos. No es posible comenzar por el techo del andamiaje conceptual, debe iniciarse por los cimientos lo cual no está ni remotamente comprendido.
Por ejemplo, en una de mis charlas en estos días aquí en Madrid puse como ejemplo de incomprensión elemental los errores filosóficos del determinismo físico o el materialismo filosófico, pues compruebo que muchos liberales llevan a cabo análisis muy sofisticados y acertados sobre distintos aspectos de la economía, el derecho y la filosofía, pero se olvidan de los antedichos cimientos de nuestra condición humana, puesto que si no tuviéramos libre albedrío no habría libertad, ni moral, ni responsabilidad individual.
Se trata de un proceso educativo muy difícil, pero la rebeldía de la gente joven cuando capta estas ideas hace que les atraigan por naturaleza. Pero si no hay esa oportunidad, si los chicos y las chicas que tenemos como alumnos, un semestre o un año académico que son siempre muy receptivos y hospitalarios a nuevas propuestas, si en lugar de eso decimos, están expuestos a ideas retrógradas con su cuadernito, oyendo cosas más o menos absurdas, es inevitable que salgan personas, casi diría yo, peligrosas.
Como decimos, todo lo que he comentado en este apretado resumen alude a la educación en valores y principios de respeto recíproco. Sin embargo, para someter a la consideración de ustedes, menciono brevemente solo dos ejemplos de cosas inaceptables que ocurren. La primera consiste precisamente en la educación. Se utilizan terminologías absurdas como educación pública. Pero no hay tal cosa como educación pública, o en todo caso la educación privada es también para el público. Se trata de educación estatal, expresión que no se utiliza, se prefiere ocultar puesto que igual que literatura estatal y similares suena chocante.Y si entendimos política fiscal, todos pagamos impuestos, especialmente aquellos que nunca han visto una planilla fiscal, que son contribuyentes de facto, pues están padeciendo la factura en la medida en que los contribuyentes de iure contraen las inversiones, lo cual afecta salarios e ingresos de quienes están en el margen. La politización de aquello tan delicado como es la educación es absolutamente contraproducente, más aún cuando existen ministerios de educación que desde el vértice del poder están en realidad decidiendo la estructura curricular, no solo de la educación estatal, sino también de la llamada educación privada. Eso es cooptar el cerebro de la gente.
Y ahora quiero referirme a la cooptación del bolsillo de la gente, que tiene lugar a través de esa institución maléfica y absurda que es la banca central. La banca central no puede no meter la pata, por más estén a cargo los economistas más brillantes y más probos de la comunidad; no puede dejar de equivocarse porque cuenta solo con tres variantes, alternativas o caminos para operar: la expansión monetaria, la contracción monetaria o dejar igual la base monetaria. Con las tres variantes están alterando la estructura de precios relativos, o sea, malguiando la estructura productiva, consumiendo capital y, por ende, reduciendo salarios e ingresos en términos reales, especialmente de la gente más necesitada.
Se puede hablar de otros muchos temas que nos envuelven, pero estos dos son muy centrales, y creo que el espíritu conservador está bloqueando el avance de muchas ideas. Hacen mucho daño las telarañas mentales de quienes no pueden apartarse del statu quo. Quiero mencionar tres conceptos que vienen principal, aunque no exclusivamente, del conservadurismo.
El primero es la idea de clase social. Yo creo que los ingenuos que hacen encuestas, o economistas o sociólogos que hablan de clase social, no saben del problema en el que se están metiendo. Mises ya denunció el polilogismo del marxismo. Marx era consistente con su premisa en el sentido de que efectivamente se refería a personas de clase diferente. El burgués y el proletario que tendrían una estructura lógica distinta por más que nunca explicó en que radicaban las diferencia en los silogismos de uno y de otro. Hitler también adoptó la idea de la clase luego de percatarse que sus clasificaciones en base al físico resultaban inconducentes. Recordemos que sus sicarios debían tatuar y rapar a sus víctimas para distinguirlas de sus victimarios.
Pero ingenuamente se sigue hablando de “clase baja”, que es una expresión que me parece repugnante; “clase alta”, que me parece de una frivolidad alarmante y “clase media”, que me parece algo anodino. Entonces es mejor, si se quiere hablar de ingresos distintos, referirse a ingresos altos, bajos o medios, o a los que tienen ojos azules o negros, etc. Los criterios clasificatorios pueden ser muchos, pero nunca la clase, porque no son clases de personas distintas.
El segundo concepto es la idea de inversión pública. No hay tal cosa como inversión pública. Esto me hace recordar al periodo del presidente Alfonsín en Argentina cuando decretó el ahorro forzoso. Es una contradicción en los términos. En las cuentas nacionales debiera contabilizarse este rubro como gastos en activos fijos para distinguirlos de los gastos corrientes, pero no como “inversiones”. Como se sabe, la inversión es un concepto subjetivo, que decide la persona que está evaluando y que atribuye un valor mayor al futuro que al presente. Hago una digresión, porque hace poco escribí una nota sobre un autor que decía que el capitalismo funciona bien, a menos que se dedique a actividades no productivas. Esto es un imposible. Cuando las actividades no son productivas, que es un juicio también subjetivo, se está perdiendo patrimonio en la medida de la ineficacia. El ejemplo que se suele utilizar para lo no productivo en el mercado es el que invierte en dinero bajo el colchón. Pues bien quien procede de ese modo está restando cantidad de dinero en circulación por lo que al haber la misma cantidad de bienes y servicios los precios bajarán situación que, a su vez, significa que se ha transferido poder adquisitivo al resto.
Y, por último, la idea de la industria incipiente, que viene de List, el decimonónico alemán, en la que seguimos insistiendo sin percibir que cuando el empresario encara un proyecto, generalmente en los primeros periodos, hay pérdidas, que se estiman van a ser más que compensadas por las ganancias en periodos posteriores. Eso es algo que tiene que financiar el propio empresario y no endosarlo sobre las espaldas de los consumidores a través de aranceles. Y si el empresario en cuestión no tiene los suficientes recursos para absorber los quebrantos iniciales, lo puede vender localmente o vender también una parte internacionalmente, y si nadie se lo compra, quiere decir que es un cuento chino, con perdón de los chinos, que es lo que habitualmente ocurre. Y puede ser también que el proyecto sea viable, pero como los recursos son escasos y hay otros proyectos que tienen una urgencia mayor, todo no se puede hacer al mismo tiempo, así que ese proyecto tiene que caer.
Estas consideraciones últimas no son compartidas por los espíritus conservadores. Hayek en Camino de servidumbre, en ese capítulo que se titula "Por qué no soy conservador", ya señaló los contrastes muy precisos entre un conservador y un liberal.
Y cierro con una cuestión más personal. Quiero agradecer muy especialmente la presencia de todos ustedes, estimados amigos, y muy especialmente la presencia de mi hija Marieta, de mi hijo Bertie, de mi hijo Joaquín, de mi nuera Matilde y, el regalo de la noche, de mi nieta Josefina.
Y quiero una vez más referirme a mi padre, que tuvo la paciencia, la perseverancia y la generosidad de mostrarme otros lados de la biblioteca. Conjeturo por lo que ha ocurrido con mis colegas, con mis condiscípulos en mis dos carreras y dos doctorados, si no fuera por mi padre sería más bien socialista.
Quiero destacar también la presencia de María, mi novia de siempre, con quien hemos estado casados durante 52 años. Ella es decoradora de interiores. Le agradezco enormemente, haber decorado mi interior…estamos en proceso porque todavía no finalizó la tarea.
Pero tengo que tener cuidado con lo que digo de los conservadores porque María es nieta de Robustiano Patrón Costas, eminente conservador, candidato a presidente de la República Argentina, candidatura que fue frustrada por Perón y su banda de fascistas. Una vez me dijo, con muy buenas intenciones y afecto, que era recíproco (y les pediría que presten especial atención, porque los políticos se las arreglan para hacer unos malabares fenomenales en las definiciones, que a veces resultan esotéricas): “Alberto, el verdadero conservador es aquel que conserva los principios liberales”. Muchas gracias.
Este artículo fue publicado originalmente en el Instituto Juan de Mariana (España) el 29 de mayo de 2017.
Arthur Koestler: Una vida intensa
Arthur Koestler: Una vida intensa
Alberto Benegas Lynch (h) reseña la vida y obra del escritor Arthur Koestler.
El subtítulo de uno de los libros de Fernando Savater reza se este modo: “sobre el gozo de leer y el riesgo de pensar”. Magnífico resumen de la parte más sustanciosa de la vida a la que no todos le sacan debido provecho. Como escribía Goethe “al leer uno no solo se informa sino, sobre todo, se transforma”. La lectura tiene la gran virtud de ejercitar la imaginación y, por ende, estimula el espíritu creativo, a diferencia, por ejemplo, de las incursiones televisivas que imponen el ritmo y dan servida la imagen. La lectura de obras de peso conducen al buen pensamiento, a lo que algunos le escapan o por desidia o por miedo al cambio que suele hacer crujir por dentro al lector.
En todo caso, en esta nota periodística me voy a referir a un personaje suculento que era un gran lector y, por tanto, de un gran pensador: Arthur Koestler, como se sabe, a su vez un gran escritor: su Autobiografía en dos tomos, sus célebres colecciones de ensayos, especialmente En busca de lo absoluto (que contiene la muy meditada crítica a Ghandi, sus reflexiones sobre el materialismo, el concepto de la teoría, entre otros), The Art of Creation (sobre la risa, el proceso de descubrimiento, aprender a pensar, la evolución de las ideas, las emociones y otros temas relevantes) y sus muy difundidas novelas El cero y el infinito y Darkness at Noon, las dos severas reprimendas al comunismo del cual él formó parte y abandonó espantado por las horrendas crueldades del sistema. En realidad hay quienes opinan que no son estrictamente novelas sino más bien ensayos de denuncia, como Koestler mismo confiesa en su antes referida autobiografía: “Arruiné la mayor parte de mis novelas por mi manía de defender en ellas una causa; sabía que un artista no debe exhortar ni pronunciar sermones pero seguía exhortando y pronunciando sermones”.
Apunto aquí una digresión respecto a esta última cita de Koestler cuya conclusión, si bien la más difundida entre los escritores, no es compartida por todas las grandes plumas. Menciono tres ejemplos. T.S. Elliot se pregunta “¿Es que la cultura requiere que hagamos un esfuerzo deliberado para borrar todas nuestra convicciones y creencias sobre la vida cuando nos sentamos a leer poesía? Si es así tanto peor para la cultura”. A su vez, Giovanni Papini sostiene que “El artista obra impulsado por la necesidad de expresar sus pensamientos, de representar sus visiones, de dar forma a sus fantasmas, de fijar algunas notas de música que le atraviesan el alma, de desahogar sus desazones y sus angustias y —cuando se trata de grandes artistas— por el anhelo de ayudar a los demás hombres, de conducirlos hacia el bien y hacia la verdad, de transformar sus sentimientos, mejorándolos, de purificar sus pasiones más bajas y exaltar aquellas que nos alejan de las bestias”. Y, por su parte, Victoria Ocampo concluye que “El arte de bien elegir y de bien disponer las palabras, indispensable en el dominio de la literatura, es, a mi juicio, un medio y no un fin […] No veo en realidad por qué cuando leo poesía, como cuando leo teología, un tratado de moral, un drama, una novela, lo que sea, tendría que dejar a la entrada —cual paraguas en un museo— una parte importante de mi misma, a fin de mejor entregarme a las delicias de la lectura”.
Vamos ahora sumariamente a la vida y, sobre todo, a ciertos pensamientos de nuestro personaje. Koestler operó activamente contra el régimen nazi en diversos frentes, se estableció en Viena y en Berlín, fue corresponsal en España donde se salvó milagrosamente de ser fusilado por las fuerzas franquistas, sus peripecias en Francia lo condujeron a un campo de concentración hasta que pudo refugiarse en Inglaterra país en el que desarrolló la mayor parte de sus estudios y escribió el grueso de sus obras de mayor calibre. Nació en Budapest en 1904 y, tal como había planeado si su salud le amenazara de tal modo que correría el riesgo de quedar en estado vegetativo, cuando se presentó esa situación, se quitó la vida en París en 1983 junto a su mujer que procedió de igual manera, ingiriendo el mismo veneno que utilizó muchos años antes su amigo Walter Benjamin.
Sus escritos revelan su curiosidad, su inteligencia que le permitió una faena polifacética y su templanza. Afortunadamente trasladó esas virtudes en sus trabajos principalmente debido a su deseo de perpetuarse en las bibliotecas, y como señalan sus editores al recoger sus escritos, afirmó que “tengo una idea muy exacta de lo que a mí, como escritor, me impulsa. Es el deseo de trocar cien lectores contemporáneos por diez lectores dentro de diez años, o por un lector dentro de cien años”.
Son sumamente aleccionadoras algunas de sus observaciones al correr de la pluma, aunque puestos en contexto no siempre el autor parece percatarse de las consecuencias últimas de lo que dice. Por ejemplo, ilustra magníficamente en una frase lo que otros hemos intentado explicar en largos ensayos y es un mundo físico frente a la cambiante capacidad de decidir, el libre albedrío de los humanos, así dice que “uno puede calcular con una exactitud de una fracción de grado dónde se encontrará Sirio dentro de un millón de años, pero no puede predecir la posición espacial de su cocinera dentro de cinco minutos”.
Asimismo, muestra la jerarquía mayor del espíritu frente a la materia al sostener que “la diferencia entre vender el cuerpo y las otras formas de prostitución —política, literaria, artística— es simplemente una cuestión de grado, no de clase. Si la primera nos repele más, es señal de que consideramos el cuerpo más importante que el espíritu”. A lo que agrega que “desde fines del siglo xviii, el puesto de Dios ha quedado vacante de nuestra civilización; pero durante el siglo y medio siguiente ocurrieron tantas cosas que nadie se dio cuenta […] La búsqueda de la ciencia en si no es nunca materialista. Es una búsqueda de los principios de ley y de orden en el universo, y como tal es una empresa esencialmente religiosa”.
Como todos los de su generación, Koestler vivió los atentados antihumanos más concentrados y extendidos de la historia que, como refiere este escritor de fuste, tuvieron por cabeza a Stalin, Hitler y Mao, lo cual infectó distintos ámbitos, situación que dejó cicatrices que todavía padecemos. Sin embargo, Arthur Koestler pudo zafar del vendaval y concluyó que todos los sistemas totalitarios destrozan la condición humana y que el nacionalsocialismo y el comunismo están a la par.
No pocos de los que modifican su actitud intelectual desde el socialismo hacia el liberalismo revelan incomprensiones respecto al análisis económico por lo que se filtran aquí y allá manifestaciones contradictorias con la libertad y el respeto recíproco porque las más de las veces no aparece en ellos una conducta suficientemente masticada. No es así en todos los casos, hay ex socialistas que son formidables defensores de la sociedad abierta en todos sus ramas porque ante todo debe subrayarse que el espíritu liberal no corta en tajos la libertad. No concibe como una muestra de racionalidad el mantener que se es liberal en lo político pero no en lo económico, como si el continente pudiera sostenerse en el vacío sin proteger al contenido, es decir, como si se pudiera adherir a las libertades civiles o al marco institucional del liberalismo sin garantizar que cada uno pueda hacer lo que estime conveniente con su vida y hacienda que es precisamente el contenido o la libertad económica.
Pues bien, en los muchísimos escritos de Koestler se nota este lastre de su anterior posición socialista. Dada la vida por la que transitó éste escritor, tal vez sea lo menos que puede faltarle en su formación. Es en verdad curioso pero a los que se esfuerzan en demostrar los problemas inherentes a la economía se les dice peyorativamente “economicistas” como si hubiera que abandonar la mencionada faena (especialmente la de explicar el significado del proceso de mercado) cuando, como queda dicho, es una de las causas centrales del mal entendido. Muy distinto es desde luego operar con anteojeras y mirar solo el lado crematístico y desatender los campos del derecho y la filosofía que son complementos indispensables, incluso para comprender la misma economía.
Por supuesto que hay otros intelectuales que conociendo los horrendos crímenes del stalinismo comunista alabaron el sistema con una malicia sin límites como fue el caso de Bertolt Brecht, al decir de Koestler “el poeta más celebrado entre los charlatanes comunistas de ese período fue Bertolt Brecht que puso de manifiesto gran deshonestidad intelectual […] Uno de los estribillos, que encierra la fórmula de Brecht en una fórmula que se hizo popular en la Alemania de la época prehitlerista:´Pues primero está mi estómago, luego la moral´. El tema de otro de los éxitos de Brecht, la pieza didáctica Un hombre es un hombre puede asimismo reducirse a la fórmula ´al diablo con el individuo´ […] La pieza teatral La medida que es al mismo tiempo la obra de arte más reveladora de toda la literatura comunista, representa la culminación de la carrera literaria de Brecht. Creo que sin duda los historiadores del futuro la citarán dentro de algunos siglos como una perfecta apoteosis de la inhumanidad” (Hannah Arendt recuerda “sus odas a Stalin”, por mi parte agrego que igual fue el caso de Neruda). Es como afirmaba Trostsky: “Nuestra meta es la reconstrucción total del hombre”, pensamiento que no solo revela una arrogancia fatal (como diría Hayek) sino el deseo de convertir al hombre en dócil rebaño.
Cierro esta nota con un último aspecto que con toda razón indignaba a Koestler (“la indignación moral puede compararse con una explosión interior” dice el autor) y es subrayar enfáticamente que “aprovecharse plenamente de las libertades constitucionales que asegura la sociedad burguesa con el fin de destruirlas constituye un principio elemental de la dialéctica marxista”, lo cual se traduce uno de los mayores peligros, es decir, el apartarse por completo del sentido de la democracia de los Giovanni Sartori de nuestra época para sustituirla por la cleptocracia, a saber, gobiernos de ladrones de libertades, de propiedades y de sueños de vida. Al efecto de contrarrestar esta avalancha mortal, es indispensable el establecimiento de nuevos límites al abuso del poder para que los enemigos de la sociedad abierta no la puedan demoler bajo la fachada de la democracia.
sábado, 17 de junio de 2017
LECCIONES DE LOS NOBEL PARA SOCIALISTAS
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Las dos instituciones fundamentales de cualquier economía de mercado son la propiedad privada y los contratos voluntarios. La propiedad privada asigna títulos de control sobre recursos determinados mientras que los contratos habilitan a los agentes a establecer relaciones cooperativas y mutuamente beneficiosas con respecto a sus respectivas propiedades o a sus comportamientos futuros. Tan elementales institutos permiten articular y coordinar descentralizadamente un gigantesco sistema de división del trabajo que actúa como motor de la creación de riqueza y de la innovación.
Los dos premios Nobel de este año, Oliver Hart y Bengt Holmström, han dedicado su vida académica a desarrollar las ventajas y los límites que llevan aparejados sendos mecanismos a la hora de potenciar la cooperación económica entre los seres humanos con respecto a uno de los determinantes cruciales de esa cooperación: los incentivos. Dado que las personas respondemos a incentivos, éstos cuentan (y mucho) a la hora de estructurar los términos y la extensión de las interacciones humanas, de modo que resulta harto relevante analizar cómo los contratos y la propiedad afectan a los incentivos de las personas para cooperar en la generación conjunta de riqueza.
Hart y Holmström se plantean semejante cuestión dentro del marco de una economía capitalista, donde existe propiedad privada de los medios de producción. Sin embargo, y como a continuación expondremos, sus aportaciones también son muy pertinentes para entender los enormes deficiencias que experimenta una economía socialista, esto es, aquella donde la propiedad de los medios de producción esté concentrada en manos del Estado (nótese que hablo de economía socialista, no socialdemócrata). O dicho en otras palabras, los hallazgos teóricos de los Nobel no sólo arrojan luz sobre el funcionamiento del capitalismo, sino también sobre el mal funcionamiento del socialismo.
El socialismo depende de los incentivos
El objetivo último del comunismo utópico es romper la conexión entre producción y distribución: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”. Se me ocurren pocas máximas que contengan incentivos tan perversos como ésta: lo que usted obtendrá es completamente independiente de lo que usted haga. El propio Marx era consciente de que esta aspiración sólo podría materializarse cuando la escasez económica hubiese desaparecido y, textualmente, “corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva”. Hasta alcanzar ese idílico momento, él mismo reconocía que, bajo el transitorio sistema socialista, el principio que debía prevalecer era el de “tanto trabajas, tanto cobras”: “el derecho de los productores es proporcional al trabajo que han rendido; la igualdad, aquí, consiste en que se mide por el mismo rasero: por el trabajo”. El manual de economía de la Unión Soviética lo resumía con sencillez: “a cada cual según su trabajo”.
La razón de ligar remuneración a trabajo desempeñado es, simple y llanamente, la de alinear incentivos: si quieres cobrar más, tendrás que hacer más (si se cobrara más haciendo lo mismo, nadie se esforzaría por producir más y no podría ser posible incrementar las remuneraciones de todos). Pero aquí nos topamos con un serio problema: ¿cómo monitorizamos y cuantificamos el trabajo individual desempeñado en cada momento por todos los obreros que conforman un equipo de trabajo? El proxy más común para saber cuánto se ha esforzado cada empleado es el de atender a sus resultados, ligando su remuneración a tales resultados: “si eres capaz de producir más, cobrarás más”.
Holmström: incentivos sin ruido
Sin embargo, y esta es una de las cuestiones importantes que juiciosamente ha señalado uno de los premios Nobel de este año, Bengt Holmström, los resultados serán en muchas ocasiones un mal proxy del trabajo desempeñado por una persona por cuanto pueden contener ruido (parte de tus resultados depende de la acción de tus compañeros, de circunstancias ajenas a tu empleo como el clima, el estado de la economía, el azar, etc.) o ser difíciles de medir (sobre todo en servicios u ocupaciones muy cualificadas). Lo que Holmström reclama es que todas aquellas variables que permitan individualizar y cuantificar (o al menos aproximar) el esfuerzo particular de cada trabajador deberían emplearse para diseñar un sistema de incentivos eficiente a la hora de premiar o de penalizar a los trabajadores (principio de informatividad). En caso contrario, los incentivos individuales se verán alterados en una mala dirección: si espero que mis resultados sean bastante buenos al margen de mi comportamiento y gracias a variables externas a mi control, no necesitaré esforzarme para alcanzar una remuneración alta; si espero que mis resultados sean malos al margen de mi comportamiento y por culpa de variables ajenas a mi control, exigiré una alta remuneración fija para cubrirme frente a ese riesgo que no me es imputable (de modo que los incentivos no se alinearán con la acción).
El principio de informatividad se ha utilizado, por ejemplo, para criticar las actuales remuneraciones de los directivos. En lugar de vincular el salario un de alto directivo a la evolución del precio de las acciones de su compañía, debería ligarse a otras variables que permitan individualizar qué parte de ese incremento de valor bursátil es imputable a su gestión (por ejemplo, cuánto se revalorice su acción en relación a las acciones de sus compañías rivales). En caso contrario, cuando el conjunto de la bolsa crezca (simplemente porque el grueso de la economía vaya bien), el directivo cobrará más aun cuando no haya hecho absolutamente nada para lograrlo; en cambio, cuando la bolsa se hunda (porque hay un pánico infundado en todo el mercado), el directivo cobrará menos aun cuando se haya esforzado mucho en generar valor y minimizar la caída.
El socialismo no puede limpiar el ruido
La implantación del principio de informatividad en los contratos dista de ser sencillo, pues no siempre los indicadores necesarios están disponibles (es más, las ganancias de eficiencia de los contratos sofisticados pueden no a compensar el coste de su mayor complejidad). Pero en aquellos casos en los que sí convenga y se quiera utilizarlos, el socialismo lo tiene mucho más complicado que el capitalismo para sacar partido de las ventajas del principio de informatividad: en esencia, por dos motivos.
El primero porque las fuentes de información son mucho más abundantes en el capitalismo que en el socialismo, de modo que disponemos de muchos más referentes a partir de los cuales construir contratos con buenos incentivos. El caso probablemente más evidente es el de los precios de mercado: el capitalismo dispone de precios y el socialismo no (al menos, no de precios verdaderamente informativos y relevantes). Si queremos utilizar la evolución de algunos de esos precios para ajustar las remuneraciones variables de los trabajadores (por ejemplo, que si el petróleo se encarece no castiguemos salarialmente a los empleados de empresas que usen intensivamente el petróleo ya que éstos no tendrán ninguna responsabilidad en el hundimiento de su capacidad productiva), no será posible hacerlo en el socialismo y sí en el capitalismo.
El segundo problema afecta a la falta de credibilidad del sistema de incentivos, en una doble vertiente. En una economía socialista, el planificador central —con sus unidades delegadas— controla la totalidad de los recursos económicos y establece el sistema de remuneraciones presuntamente siguiendo el mandato del conjunto de la clase proletaria. Si, efectivamente, el órgano de planificador central está sometido a la voluntad de los trabajadores, es poco probable que éste sea muy estricto a la hora de castigar a aquellos equipos de trabajo que no cumplan sus objetivos por culpa de que algunos obreros indeterminados se hayan “escaqueado” de sus obligaciones: y si es poco probable que se castigue a los equipos incumplidores, la amenaza de sanción por trabajar poco no será creíble y el sistema de incentivos no funcionará. Imaginen que una asamblea de trabajadores establece a principios de año que, si no alcanzan unos determinados objetivos, todos los trabajadores se bajarán el sueldo un 10%; una vez transcurrido el año, los objetivos no se alcanzan pero nadie puede individualizar quién tiene la culpa de ello. ¿Qué es más probable: que la mayoría vote auto-recortarse el salario o que se opongan? Pues probablemente que se opongan: hay un defecto de inconsistencia temporal en la norma. Justamente, Holmström creía que una de las funciones de la propiedad capitalista de los medios de producción era volver creíble esa amenaza de sanción: si el equipo de trabajadores no alcanza sus objetivos, el capitalista ejecuta a rajatabla los términos del contrato y no les paga la parte variable de su salario, de modo que ninguno de ellos tiene razones para escaquearse (pues ninguno de ellos quiere cobrar menos) y los incentivos grupales quedan perfectamente alineados.
Si, en cambio, el órgano de planificador central no está sometido a la voluntad de los trabajadores —porque, por ejemplo, estamos ante una tiranía productiva muy salvaje—, es muy probable que el conjunto de los obreros sí crean que van a ser sancionados por el dictador en caso de que no cumplan, pero es muy poco probable que confíen en la imparcialidad del dictador a la hora de juzgar si han cumplido o no: dado que el órgano de planificación socialista controla casi todos los recursos de la economía, le será muy fácil manipular ex post las variables que se hayan acordado ex ante para determinar la remuneración variable de los trabajadores. Por ejemplo, si el dictador y los trabajadores de la industria automovilística han “pactado” un alza salarial del 10% en caso de que la producción de coches aumente con un 20% con respecto a la media de los últimos cinco años, bastará con que el dictador “estrangule” la provisión de los recursos que necesitan —acero, electricidad, maquinaria pesada…— para que ese incremento no llegue a materializarse. Conscientes de ello, los trabajadores estarán mucho menos incentivados a alcanzar unos objetivos que pueden ser manipulados arbitrariamente por quien no desea pagarles más.
Semejante estrangulamiento es mucho más complicado de lograr en una economía capitalista: si los accionistas han pactado con el gerente y los trabajadores de la industria automovilística un alza salarial del 10% en caso de que consigan aumentar la producción un 20% con respecto a la media de los últimos cinco años, los accionistas no podrán impedir que los proveedores de acero o electricidad abastezcan de materiales a la industria automovilística (salvo que estas otras compañías sean también de su propiedad: justo lo que sucede en el socialismo, esto es, la concentración de la propiedad en unas solas manos). Precisamente, Holmström también ha puesto de manifiesto que los contratos con remuneraciones variables sofisticadas sólo funcionan en entornos que no son susceptibles de manipulación por los propios agentes (todo lo contrario de lo que sucede en una economía de planificación central).
Al final, el socialismo lo tiene enormemente complicado para diseñar sistemas de incentivos eficaces. Acaso por ello, la forma de “estimular” a producir más apenas consistiera en una mayor propaganda estajanovista y otros corruptibles sistemas de recompensa muy torpemente diseñados. Leyendo a Holmström podemos entender, en retrospectiva, por qué en gran medida fue así.
Propiedad privada y contratos voluntarios constituyen las dos instituciones básicas del capitalismo. Hace unos días, analizamos algunas de las principales aportaciones del recién Nobel de Economía Bengt Holmström sobre cómo diseñar contratos que alineen óptimamente los incentivos de los agentes para maximizar las posibilidades de coordinación entre ellos a la hora de generar riqueza. Y, como vimos, el socialismo lo tiene mucho más complicado que el capitalismo a la hora de generar este tipo de contratos, por lo que, al menos por esta vía, será inherentemente más ineficiente.
Sin embargo, en aquellas situaciones donde la incertidumbre sobre el futuro es muy elevada o donde el desempeño de un agente es muy difícil de medir, los contratos devienen herramientas insuficientes para lograr una coordinación efectiva entre las partes: simplemente, es imposible que un contrato prevea todas las contingencias futuras por las que atravesará la relación económica entre dos o más agentes y, por tanto, no será posible consensuar ex ante cómo deberá responderse ante cada una de esas contingencias, especialmente cuando ni siquiera podamos evaluar cómo ha respondido cada parte por la dificultad de calibrar su aportación. Nos hallaremos ante un problema de contratos incompletos.
Los problemas de la renegociación
En estos casos, cuando aparezcan circunstancias no previstas en el contrato, no quedará otro remedio que renegociar: esto es, ambas partes deberán volver a sentarse para acordar en ese momento cómo repartirse los nuevos costes o los nuevos beneficios derivados de esas circunstancias que no fueron capaces de prever inicialmente. Y, como es obvio, cada una de esas partes negociará con base a su propiedad. Por ejemplo, si un fabricante de chips le vende hoy a un fabricante de ordenadores una determinada cantidad de chips, ese contrato de compraventa no especificará si se volverán a vender más unidades en el futuro o a qué precios se venderán: todo eso dependerá de la demanda futura, de los costes de producción futuros, de la aparición de nuevos competidores, etc. Por tanto, en caso de que haya nuevas transacciones futuras habrá que renegociar unos términos contractuales no previsibles a día de hoy: y la base de esa renegociación serán las propiedades respectivas de las partes (“te vendo los chips a este precio porque soy propietario de ellos” o “te compro los chips pagando esta cantidad de dinero porque soy dueño del mismo”).
Este proceso de renegociación puede no ser demasiado traumático para aquellos agentes contratantes que cuenten con muchas otras opciones disponibles en el mercado: es decir, si la empresa de ordenadores puede comprar los chips que necesita a otros fabricantes o si la compañía de chips puede vendérselos a otros productores de PCs, la necesidad de renegociar en el futuro será un incordio menor (“si no me gustan tus condiciones, me voy con otro”). Pero imaginemos que esos chips sólo sirven para un determinado modelo de ordenador que sólo es ensamblado por ese fabricante de PCs: en ese caso, la permanente renegociación de los términos de cada compraventa generará mucha tensión y quebraderos de cabeza y, además, expondrá a un alto riesgo al fabricante de chips (si el fabricante de ordenadores se planta y se niega a seguir comprándoselos, todas sus inversiones específicamente dirigidas a fabricar chips se desvalorizarán).
Los elevados costes de transacción y el considerable riesgo de inversión en activos ultraespecíficos en negocios expuestos a la renegociación son dos de los motivos que explican la integración de empresas: si el fabricante de ordenadores no compra los chips a ninguna empresa externa porque los construye por sí mismo (o si la compañía de chips no los vende a ningún ensamblador de ordenadores, sino que fabrica sus ordenadores internamente), entonces se minimizan tanto los costes de transacción por renegociación (ésta es una de las aportaciones que le valió el Nobel en 2010 a Oliver Williamson) como el riesgo de inversión en activos específicos asimismo derivado de esa renegociación futura. Es decir, para alinear correctamente los incentivos en entornos inciertos, los activos muy específicos que deban utilizarse complementariamente (los chips y los ordenadores, en nuestro ejemplo anterior), tenderán a recaer bajo la propiedad de un mismo agente (o la empresa de chips fabricará ordenadores o la empresa de ordenadores fabricará chips), al menos mientras los costes vinculados a la creciente burocratización de integrar empresas sigan compensando las ganancias de esa integración.
Hart: la propiedad sigue al valor
La corrección básica a esta teoría que introdujo uno de los premios Nobel de 2016, Oliver Hart, fue señalar que no es irrelevante qué agente concentre la propiedad de todos esos activos: y es que la propiedad proporciona al dueño los beneficios futuros derivados del uso de esos activos en entornos inciertos, por tanto será él quien tendrá mayores incentivos a invertir en ellos. Los no propietarios, por el contrario, saben que habrá escenarios futuros (no especificables en ningún contrato) bajo los que su esfuerzo y dedicación podrá quedar insuficientemente remunerada: por eso, tendrán a infrainvertir en desarrollar tales activos. Por consiguiente, si la estructura de la propiedad afecta a la estructura de los incentivos, no será irrelevante qué aptitudes para invertir en esos activos específicos (conocimientos y otros recursos) posea cada uno de los posibles propietarios.
Así, la creación de riqueza se maximizará cuando la propiedad de un conjunto de activos complementarios recaiga sobre la persona con mayor capacidad para desarrollar —para invertir más y de manera más eficaz—aquel activo relativamente más valioso dentro de esa estructura. En nuestro ejemplo anterior, ¿qué es preferible: que la empresa de chips compre a la de ordenadores o que la empresa de ordenadores compre a la de chips? Si el valor para el consumidor del producto final depende esencialmente de la calidad de los chips, se maximizará la riqueza mediante la primera opción; si depende del ensamblaje del resto del ordenador, con la segunda. Si, en cambio, ambas aportaciones son igual de cruciales, la solución preferible puede ser que la propiedad recaiga en un tercero cuya participación es esencial para ambas partes aun cuando no realice inversiones relevantes (por ejemplo, un empresario con conocimiento específico en ordenadores y chips y que proporcione una capacidad coordinadora entre ambos poco sustituible en el mercado) o, en ocasiones, que la propiedad se mantenga separada a pesar de los problemas anteriores que hemos mencionado.
En todo caso, según Hart, la propiedad de los activos jamás debe concentrarse en personas que no realizan inversiones relevantes y que sean fácilmente sustituibles, pues ello sólo servirá para que esa persona parasite parte de los beneficios que alternativamente habrían ido a parar a aquel agente indispensable que sí es capaz de efectuar inversiones relevantes (lo que reducirá sus incentivos a efectuar tales inversiones relevantes): o dicho de otro modo, es un enorme error socializar completamente la producción —otorgar a todas las personas derecho de veto sobre todos el uso de todos los activos—, pues ello provocará un hundimiento de aquella inversión —tiempo, conocimientos y recursos— que socialmente resulte más valiosa.
En una economía capitalista, los derechos de propiedad sobre los activos son transables: es decir, resulta perfectamente factible reasignar el control sobre ellos mediante operaciones de compraventa (salvo en el caso del capital humano, aunque incluso aquí existen contratos en exclusividad, como los que firman los futbolistas). Es esta opción de canalizar los activos más escasos e importantes hacia aquellas personas con mayor capacidad para generar valor a través de ellos —y que sea esa persona, y no otras, quien tenga la última palabra acerca de cómo usarlos— lo que imprime un fortísimo dinamismo a la economía de mercado: la propiedad sobre los activos no se halla petrificada en unas mismas manos, sino que va rotando según el valor que cada cual es capaz generar. Por eso, además, los mercados financieros son tan importantes a la hora de permitir la construcción de coaliciones de socios capitalistas con mecanismos de control que no obstaculicen la creación interna de valor en una empresa. Sin duda, el capitalismo dista de ser perfecto a la hora de alumbrar estructuras de propiedad que cumplan con estos resultados deseables (la coordinación no es siempre perfecta y absoluta, sino que existen muchísimas fricciones y errores), pero lo crucial es que sí existe la oportunidad y la tendencia —vía aprovechamiento de beneficios latentes— a que se aparezcan.
El problema de la propiedad centralizada
El socialismo, por el contrario, centraliza por definición la totalidad de los activos en las manos del Estado (quien presuntamente los gestiona atendiendo a los intereses de la clase proletaria) o subsidiariamente en manos de cooperativas de trabajadores. La nota característica de ambos tipos de propiedad es que ésta no puede enajenarse a ningún individuo que devenga socio capitalista: los activos o están controlados por el Estado (propiedad pública) o por los trabajadores que los utilizan (cooperativas). En otras palabras, las rentas generadas por tales activos se distribuirán o entre la totalidad de la clase trabajadora (propiedad pública) o entre trabajadores en muchos casos fácilmente reemplazables por otros trabajadores (cooperativas), erosionando así los incentivos a invertir —de hecho, bloqueando su iniciativa a hacerlo— por parte de aquellos agentes con mayor capacidad para generar las estructuras de activos más valiosas (una intuición que, por cierto, ya expuso el gran economista János Kornai en su excelente libro El sistema económico socialista). En el socialismo, quien decide cómo, dónde y cuánto invertir es el órgano de planificación central (y, sometidas a ese plan general, las cooperativas autónomas): por tanto, el socialismo destruye los incentivos individuales a generar capital humano-empresarial sobre cómo recombinar eficientemente los recursos escasos. No estamos hablando de laminar los incentivos a esforzarse en trabajos físicos y repetitivos, sino de laminar los incentivos a generar nueva información acerca de cómo crear nuevos productos y nuevos métodos de producción: en suma, laminar los incentivos a crecer y prosperar socialmente.
Por supuesto, el socialismo dice ser capaz de resolver este problema fundamental mediante adecuados programas de incentivos para los órganos de planificación, para los gerentes de las empresas públicas y para los trabajadores que mayor y mejor capital humano proporcionen. Pero, como decíamos al comienzo artículo, no es posible construir ex ante contratos completos que establezcan una suficiente remuneración para cada uno de todos los potenciales cursos de acción futuros a los que se enfrentará cada persona (ahí es donde entra la función social de la propiedad que el socialismo destruye). Y, aun cuando en algunos casos poco complejos resultara posible hacerlo, el socialismo tampoco es capaz de diseñar contractualmente un adecuado programa de incentivos individuales, tal como ya explicamos haciendo referencia a los hallazgos teóricos de Hölmstrom.
En definitiva, el socialismo ni funciona ni puede funcionar porque elimina las dos instituciones básicas que permiten la coordinación económica a gran escala: la propiedad privada y los contratos voluntarios entre propietarios. Ni incentivos plenos para cooperar contractualmente (Hölmstrom), ni para crear nuevos activos de alto valor mediante la apropiación de su valor residual (Hart). Una ruina: ésa conocida ruina que alumbró el socialismo real cuando tuvo que pasar de crecer empleando factores previamente inutilizados a crecer empleando tales factores de un modo más intensivo y eficiente. Ahí fue cuando inevitablemente se vino abajo.
El emprendimiento y la teoría económica de la empresa: ¿Alguien gana con el comercio?
Nicolai J. Foss, Peter G. Klein
[Presentado en la Conferencia de Investigadores Austriacos de 2004]
Introducción
¿Necesitan los emprendedores empresas para llevar a cabo su función? ¿Están las empresas dirigidas por empresarios o por gestores contratados? Los economistas han estado pensando y escribiendo sobre emprendimiento desde al menos el siglo XVIII. Dentro de las últimas décadas, la teoría de la empresa se ha convertido de una de las áreas de crecimiento más rápido en la microeconomía aplicada. Y aun así, sorprendentemente, las preguntas anteriores raramente se plantean. La teoría económica moderna de la empresa prácticamente ignora el emprendimiento, mientras que las literaturas del emprendimiento en economía y de la dirección estratégica hacen un uso limitado de la teoría económica de la empresa.[1]
La falta de contacto entre dos campos que parecen solaparse tan naturalmente deriva en parte del desarrollo del pensamiento económico. La teoría económica de la empresa apareció y tomó forma al desterrar al emprendedor del análisis microeconómico, primero en la década de 1930 cuando la empresa se incorporó a la teoría neoclásica de precios (O’Brien, 1984) y luego cuando en la década de 1980 al reformularse la teoría de la empresa en el lenguaje de la teoría de juegos y de la economía de la información. La “solidificación” gradual de la aproximación neoclásica en economía, incluyendo la aproximación ortodoxa a la teoría de la empresa dejaba poco espacio para el emprendimiento; Baumol (1993b: 17) lo llama el “el fantasma que persigue a los modelos económicos”. En contribuciones modernas a la teoría de la empresa (Williamson, 1975, 1985, 1996; Milgrom y Roberts, 1992; Hart, 1995) la referencia al emprendimiento se produce de paso en el mejor de los casos. Estas aproximaciones son en buena parte estáticas y “cerradas”, lo que significa que se centran en soluciones a problemas dados de optimización, evitando preguntas acerca del origen del problema por venir o incluso de la propia empresa. Por ejemplo, la teoría del agente, por ejemplo, ha generado ideas importantes acerca de los efectos de los incentivos sobre el esfuerzo y la relación entre pago de incentivos y riesgo. Al explicar cómo un directivo elige a un agente para hacer algo, la teoría olvida sin embargo la pregunta más esencial de qué querría el directivo que hiciera el agente o incluso de cómo el directivo llegó a ser directivo en primer lugar (Foss y Foss, 2002).
Argumentamos que la teoría del emprendimiento y la teoría de la empresa pueden integrarse provechosamente. Empezamos analizando diversas aproximaciones al emprendimiento en la literatura económica, preguntándonos en qué medida el emprendedor necesita una empresa (un grupo de bienes enajenables que controla) para llevar a cabo su función (“¿Necesita el emprendedor una empresa?”). Concluimos que solo el concepto de emprendimiento como juicio tiene una relación directa y natural con la teoría de la empresa. Como el juicio no puede adquirirse en el mercado, el emprendedor necesita una empresa (un grupo de bienes enajenables que controla) para llevar a cabo su función. Luego revisamos brevemente los principales temas en la teoría moderna de la empresa (existencia, límites y organización interna) y mostramos cómo la noción de emprendimiento como juicio ilustra estos de maneras novedosas (“Poniendo el emprendimiento en la teoría de la empresa: Juicio y organización económica”). Para desarrollar una aproximación basada en juicios a la organización económica, también tomamos ideas de la economía austriaca (Mises, 1949; Kirzner, 1973; Salerno, 1993) —el corpus económico que tal vez esté más íntimamente relación con ideas sobre el emprendimiento— y de la economía de los derechos de propiedad (Hart, 1995; Barzel, 1997), una parte importante de la economía organizativa moderna. En nuestra aproximación, los usos de los recursos no son datos, sino que se crean al advertir los emprendedores nuevas maneras de usar activos para producir bienes. El problema de la decisión del emprendedor se agrava por el hecho de que los activos de capital son heterogéneos y no es inmediatamente evidente cómo deberían combinarse. La propiedad de activos permite al emprendedor experimentar combinaciones novedosas de activos heterogéneos.
A partir de esta aproximación aparecen varias ideas poco convencionales. Primero, argumentamos que la existencia de la empresa puede entenderse en términos de límites al mercado para juicios acerca de cómo combinar activos heterogéneos para atender deseos futuros. Segundo, argumentamos que los límites de la empresa, así como aspectos de la organización interna, pueden entenderse como respuestas a procesos emprendedores de experimentación. Con relación a esto, presentamos una distinción entre emprendimiento productivo y destructivo y argumentamos que es útil para entender la organización interna de la empresa.
¿Necesita el emprendedor una empresa?
La empresa y el emprendedor en la economía
Como los emprendedores personifican en muchas maneras las fuerzas del mercado, cabría esperar que fueran los personajes centrales de la economía. Igualmente, como la mayoría de las aventuras emprendedoras implican de alguna manera una empresa, el emprendimiento en el contexto de la organización empresarial parecería ser un tema esencial en la teoría de los mercados. Aunque algunos economistas clásicos, especialmente Jean-Baptiste Say y Jeremy Bentham razonaban de esta manera, no es precisamente así en la economía moderna.[2] Como dice el historiador del pensamiento económico Paul McNulty (1984: 240):
La perfección del concepto de competencia (…) que estuvo en el núcleo del desarrollo de la economía como ciencia durante el siglo XIX y principios del XX, llevó por un lado a un tratamiento analítico cada vez más riguroso de los procesos de mercado y por el otro a un papel cada vez más pasivo para la empresa.
El “tratamiento analítico cada vez más riguroso” de los mercados, sobre todo en forma de teoría general del equilibrio, no sólo hizo a las empresas cada vez más “pasivas”: también hizo al modelo de la empresa cada vez más estilizado y anónimo, eliminando aquellos aspectos dinámicos de los mercados que están relacionados más de cerca con el emprendimiento (O’Brien, 1984). En particular, el desarrollo de lo que iba a conocerse como la “visión de la función de la producción” (Williamson, 1985; Langlois y Foss, 1999) —esencialmente, la empresa como se presenta los libros de texto de microeconomía intermedia con sus grupos de posibilidades de producción completamente transparentes— fue un golpe de gracia a la teoría del emprendimiento en el contexto de la organización empresarial. Si cualquier empresa puede hacer lo que hace cualquier otra (Demsetz, 1991), si todas las empresas están siempre en sus fronteras de posibilidad de producción y si las empresas siempre adoptan las decisiones óptimas de las combinaciones de entrada y los niveles de salida, no hay espacio para el emprendimiento.
Como esta ha sido la visión dominante de la empresa en la economía al menos desde la década de 1930, no es sorprendente que mucho del importante trabajo sobre la economía del emprendimiento se realizara antes de este periodo (por ejemplo, Schumpeter) y que el trabajo más reciente de los economistas sobre emprendimiento se haya realizado en buena parte fuera de los confines de la economía dominante (por ejemplo, Kirzner). Sin embargo, como argumentamos más tarde, los avances en la economía lo largo de las últimas dos a tres décadas han dejado a la economía algo mejor equipada para tratar el emprendimiento e incorporarlo a modelos de organización empresarial.
Nuestra aproximación a continuación es plantear si el emprendedor necesita una empresa y, si es así, qué puede hacer esa organización empresarial por los emprendedores. Las respuestas no son evidentes. Algunas aproximaciones al emprendimiento (por ejemplo, el concepto de Schumpeter del emprendedor como innovador) tratan a este como una causa no causada, un genio puro que opera fuera de los límites usuales impuestos por los dueños de recursos y otros participantes del mercado y por tanto no se ve afectado por la empresa. Otras aproximaciones tratan a los emprendedores como gestores cualificados, ejercitando sus talentos a través de disposiciones expertas de factores productivos, siendo así una parte integral del funcionamiento de la empresa.[3]
Conceptos de emprendimiento
Emprendimiento como dirección. En los programas de emprendimiento de muchas escuelas de negocio, el fenómeno bajo investigación ha sido a menudo la “gestión de la pequeña empresa”.[4] Los emprendedores se retratan como los directores de negocios pequeños y familiares o nuevas empresas. El emprendimiento consiste en tareas rutinarias de gestión, relaciones con capitalistas y otras fuentes de financiación externa, desarrollo de productos, mercadotecnia, etcétera. En este sentido, el emprendimiento y la teoría de la empresa (la teoría de algunas empresas al menos) están inextricablemente ligados. La teoría del emprendimiento en esta aproximación es la teoría de cómo se organizan y gestionan sus activos los dueños de negocios pequeños.
Por desgracia, esta noción de emprendimiento es lo suficientemente elástica como para ser inútil en la práctica. Parece incluir prácticamente todos los aspectos de la dirección de negocios pequeños o nuevos, mientras que excluye las tareas idénticas cuando se llevan a cabo dentro de un negocio grande o ya establecido. Dicho de manera distinta, si el emprendimiento es simplemente una serie de actividades de gestión o cualquier actividad de dirección que tenga lugar en un tipo concreto de empresa, no queda claro por qué deberíamos preocuparnos por añadir este calificativo a esas actividades.
Emprendimiento como imaginación o creatividad. Es común, especialmente dentro de la literatura de gestión, asociar emprendimiento con audacia, atrevimiento, imaginación o creatividad (Begley y Boyd, 1987; Chandler y Jansen, 1992; Aldrich y Wiedenmayer, 1993; Hood y Young, 1993; Lumpkin y Dess, 1996). Estas explicaciones destacan las características personales y psicológicas del emprendedor. El emprendimiento, bajo esta concepción, no es un componente necesario de todas las tomas humanas de decisiones, sino una actividad especializada para la que algunas personas están particularmente bien dotadas.[5]
Si estas características son la esencia del emprendimiento, entonces este no tiene ninguna relación evidente con la teoría de la empresa (al menos no sin argumentos adicionales). Las características personales elegantes pueden presumiblemente adquirirse por contrato en el mercado adquiriendo servicios de consultoría, gestión de proyectos y similares. Un dueño o directivo “no emprendedor”, en otras palabras, puede gestionar las operaciones cotidianas de la empresa, adquiriendo en el mercado los servicios empresariales que se necesiten. Además, la literatura no explica claramente sea imaginación y creatividad son condiciones necesarias, suficientes o incidentales para el emprendimiento. Está claro que los fundadores de muchas empresas son imaginativos y creativos. Si no lo son, ¿no son empresarios?
Emprendimiento como innovación. Probablemente el concepto más conocido de emprendimiento en economía es la idea de Joseph Schumpeter del emprendedor como innovador. El emprendedor de Schumpeter introduce “nuevas combinaciones” (nuevos productos, métodos de producción, mercados, fuentes de suministro o combinaciones industriales) sacando a la economía de su equilibrio anterior a través de un proceso al que Schumpeter llama “destrucción creativa”. El emprendedor-innovador se presenta en la novedosa Teoría del desarrollo económico (1911) y se desarrolla posteriormente en su obra en dos tomos Ciclos económicos (1939). Al darse cuenta de que el emprendedor no tenía lugar en el sistema de equilibrio general de Walras, al que Schumpeter admiraba enormemente, este daba al emprendedor un papel como origen del cambio económico.[6] “En la realidad capitalista, diferente de su imagen en el libro de texto, no es la competencia [de precios] lo que cuenta, sino la competencia desde el nuevo producto, la nueva tecnología, la nueva fuente de suministro, el nuevo tipo de organización (…) competencia que demanda una ventaja decisiva en costes o calidad y que impacta no en los márgenes de los beneficios y de los resultados de las empresas existentes, sino en sus cimientos y sus propias vidas” (Schumpeter, 1942: 84).
Schumpeter distinguía cuidadosamente al emprendedor del capitalista (y criticaba duramente a los economistas neoclásicos por confundir ambos). Su emprendedor no tenía que poseer capital, ni siquiera trabajar dentro de los confines de una empresa en absoluto. Aunque el emprendedor podía ser el gestor o el dueño de una empresa, es más probable que sea un contratado independiente o un artesano. En la concepción de Schumpeter, “la gente actúa como emprendedora tan pronto como ha construido su negocio, después de que se han establecido para dirigirlo como otra gente dirige sus negocios” (Ekelund and Hébert, 1990: 569).
Esto sugiere una relación bastante tenue entre el emprendedor y la empresa que posee, para la que trabaja o la que le contrata. El emprendimiento se ejercita dentro de la empresa cuando se introducen nuevos productos, procesos o estrategias, pero no en otro caso. Las operaciones cotidianas de la empresa no tienen que implicar emprendimiento en absoluto. Además, como el emprendimiento schumpeteriano es sui géneris, independiente de su entorno, la naturaleza y estructura de la empresa no afectan al nivel de emprendimiento. ¿Los presupuestos de I+D de la empresa, junto con las estructuras organizativas que estimulan el compromiso directivo con la innovación (Hitt y Hoskisson, 1994) tienen poco que ver con el emprendimiento schumpeteriano por sí mismas?[7]
Emprendimiento como atención o descubrimiento. El emprendimiento también puede concebirse como “atención” ante oportunidades de beneficio. Aunque esté presente en las nociones de emprendimiento de Cantillon y J. B. Clark, este concepto ha sido desarrollado más completamente por Israel Kirzner (1973, 1979, 1992). Kirzner sigue a Hayek (1968) al describir la competencia como un proceso descubrimiento: la fuente de beneficio emprendedor es una presciencia superior: el descubrimiento de algo (nuevos productos, tecnología que ahorra costes) desconocido para otros participantes en el mercado. El caso más sencillo es el del árbitro, que descubre una discrepancia en los precios actuales que puede aprovecharse para obtener ganancias financieras. En un caso más típico, el emprendedor está atento a un nuevo producto o a un proceso superior de producción y aparece para rellenar este hueco en el mercado antes que otro. El éxito, desde este punto de vista, no proviene de seguir un problema de maximización bien especificado, sino de tener algún conocimiento o idea que no tenga nadie más, es decir, de algo más allá del marco establecido de optimización.[8]
Los emprendedores de Kirzner no poseen capital: solo tienen que estar alerta para aprovechar las oportunidades. Como no poseen activos, no sufren ninguna incertidumbre. Los críticos han considerado a esto un defecto en la concepción de Kirzner. De acuerdo con esta crítica, la mera alerta ante una oportunidad de beneficio no basta para obtener beneficios. Para conseguir una ganancia financiera, el emprendedor debe invertir recursos para aprovechar la oportunidad de beneficio descubierta. “Las ideas emprendedoras sin dinero son meros juego de mesa hasta que este se obtiene y se dedica a los proyectos” (Rothbard, 1985: 283). Además, excepto en los pocos casos en los que comprar barato y vender caro es casi instantáneo (por ejemplo, el comercio electrónico de divisas o futuros), incluso las transacciones de arbitraje requieren algún tiempo para completarse. El precio de venta puede caer antes de que el arbitrista haya realizado su venta y por tanto incluso el arbitrista puro se enfrenta alguna probabilidad de pérdida. En la formulación de Kirzner, lo peor que le puede pasar a un emprendedor es no descubrir una oportunidad existente de beneficio. Los emprendedores o ganan beneficios o se quedan igual, pero no queda claro cómo pueden sufrir pérdidas.
Por estas razones, la relación entre el emprendimiento kirzneriano y la teoría de la empresa es débil. Propietarios, directores, empresarios y subcontratas independientes pueden estar todos alerta ante nuevas oportunidades de beneficio: el emprendedor de Kirzner no necesita una empresa para ejercitar su función en la economía.
Emprendimiento como liderazgo carismático. Otra rama de la literatura, que incorpora ideas de la economía, la psicología y la sociología y se apoya fuertemente en Max Weber, asocia emprendimiento con liderazgo carismático. Los emprendedores, desde este punto de vista, se especializan en la comunicación: la capacidad de articular un plan, una serie de reglas o una visión más amplia, y en imponerla a otros. Casson (2000) llama a estos planes “modelos mentales” de la realidad. El emprendedor de éxito destaca en la comunicación de estos modelos a otros, que van a compartir la visión del emprendedor (y a convertirse en sus seguidores). Esos emprendedores son también habitualmente optimistas, seguros de sí mismos y entusiastas (aunque no queda claro si estas son condiciones necesarias).
Witt (1998a, 1998b) describe el emprendimiento como “liderazgo cognitivo”. Desarrolla una teoría emprendedora de la empresa que combina la literatura reciente sobre psicología cognitiva con el concepto de alerta de Kirzner. Los emprendedores necesitan factores complementarios de producción, argumenta, que se coordinan dentro de la empresa. Para que las empresas tengan éxito, el empresario debe establecer un marco tácito compartido de objetivos, que gobierne las relaciones entre los miembros del equipo emprendedor. Como señala Langlois (1998), a menudo es más fácil (menos costoso) que los individuos se comprometan con una persona concreta, el líder, en lugar de con una serie abstracta de normas complejas que dirijan las operaciones de la empresa. Así que el ejercicio apropiado de una autoridad carismática reduce los costes de coordinación dentro de las organizaciones.
Una posible debilidad de esta aproximación, en nuestra opinión, es un énfasis en los activos humanos, en lugar de en los activos físicos inalienables que controla el empresario. ¿Debe el líder carismático poseer necesariamente capital físico o puede ser un empleado o un contratado independiente? Formular un plan de negocio, comunicar una “cultura corporativa” y cosas similares está claro que son dimensiones importantes del liderazgo empresarial. ¿Pero son atributos del directivo de éxito o del emprendedor de éxito? Aunque la actividad directiva a máximo nivel fuera lo mismo que el emprendimiento, no queda claro por qué el liderazgo carismático debería considerarse más “emprendedor” que otras tareas directivas comparativamente prosaicas como estructurar incentivos, limitar el oportunismo, administrar las recompensas y otras.
Emprendimiento como juicio. Una alternativa a las explicaciones anteriores es que el emprendimiento consiste en la toma juiciosa de decisiones bajo condiciones de incertidumbre. El juicio se refiere principalmente a la toma de decisiones empresariales cuando el rango de posibles resultados futuros, no digamos la probabilidad de resultados individuales, generalmente se desconoce (lo que Knight [1921] llama incertidumbre, en lugar de mero riesgo probabilístico). Esta opinión encuentra su expresión en las primeras explicaciones conocidas del emprendimiento, que aparecen en Essai sur la nature de commerce en géneral (1755), de Richard Cantillon. Cantillon argumenta que todos los participantes en el mercado, con la excepción de los propietarios de tierras y la nobleza, pueden clasificarse o como emprendedores o como asalariados:
Los emprendedores trabajan por salarios inciertos, por decirlo así, y todos los demás por salarios ciertos hasta que los obtienen, aunque sus funciones y su rango son muy desproporcionados. El general que tiene un salario, el cortesano que tiene una pensión y el sirviente que tiene una paga, están dentro de la última clase. Todos los demás son emprendedores, ya se establezcan con un capital para llevar a cabo su empresa o sean empresarios de su propio trabajo sin ningún capital y pueden considerarse como viviendo sometidos a incertidumbre: incluso los mendigos y los ladrones son emprendedores de este tipo (Cantillon, 1755: 54).
Asumir riesgo (es decir, tomar decisiones bajo condiciones de incertidumbre) es la razón de ser del emprendedor.
El juicio es distinto de la audacia, la información, la alerta y el liderazgo. El juicio debe ejercitarse en circunstancias prosaicas, para operaciones en marcha, así como para nuevas aventuras. Mientras que la alerta tiende a ser pasiva (tal vez incluso difícil de distinguir de la suerte [Demsetz, 1983]), el juicio es activo. Los emprendedores “son quienes buscan beneficiarse promoviendo activamente el ajuste al cambio. No se contentan con ajustar pasivamente sus (…) actividades a cambios fáciles de prever o cambios que ya se han producido de sus circunstancias; más bien consideran al propio cambio como una oportunidad para mejorar sus propias condiciones y para tratar de prever agresivamente y explotarlo” (Salerno, 1993: 123). Quienes se especializan en la toma de decisiones juiciosas pueden ser líderes dinámicos y carismáticos, pero no tienen que poseer estos rasgos. La toma de decisiones bajo incertidumbre emprendedora, implique o no imaginación, creatividad, liderazgo y factores relacionados.[9]
El juicio emprendedor como un complemento natural de la teoría de la empresa
Aunque la visión del emprendimiento como juicio aparece en muchos escritores, se asocia habitualmente con Knight (1921). Para Knight, la organización de la empresa, el beneficio y el emprendedor están íntimamente relacionados. En su opinión, aparecen como una encarnación, un resultado y una causa respectivamente de la experimentación comercial (Demsetz, 1988).[10]
Knight introduce la noción de juicio para relacionar el beneficio de la empresa con la existencia de incertidumbre. El juicio se refiere principalmente al proceso de los empresarios realizando estimaciones de acontecimientos futuros en situaciones en las que no hay acuerdo ahora mismo en absoluto sobre sus probabilidades de ocurrencia. El juicio se aprende y tiende a tener un gran componente tácito. El emprendimiento representa juicio que no puede evaluarse en términos de producción marginal y que, por tanto, no puede generar un salario.[11] Esto es así especialmente porque el emprendimiento es un juicio acerca de los acontecimientos más inciertos, como empezar una nueva empresa, definir un nuevo mercado y cosas similares.
En otras palabras, no hay ningún mercado en el que pueda basarse el juicio de los emprendedores, así que el enjuiciamiento requiere que la persona que lo tenga cree una empresa. Así que el juicio implica la posesión de activos, pues la toma de decisiones juiciosas es en definitiva una toma de decisiones acerca del empleo de los recursos. Un emprendedor sin bienes de capital no es, en el sentido de Knight, un emprendedor.[12] Esto implica una relación evidente con las teorías de la empresa, particularmente con aquellas (teoría de los costes de transacción y teoría de los derechos de propiedad) que definen la propiedad de activos como un ingrediente esencial de la organización de la empresa (Williamson, 1996; Hart, 1995). La empresa, en este sentido, es el emprendedor y los activos alienables que posee y que por tanto controla en definitiva. La teoría de la empresa es esencialmente una teoría de cómo el emprendedor ejercita su toma de decisiones juiciosas, qué combinación de activos adopta para adquirir, qué decisiones (próximas) delega en sus subordinados, cómo proporciona incentivos y usa la monitorización para ver que sus activos se usan de acuerdo con sus juicios y así sucesivamente.
Colocando al emprendimiento dentro de la teoría de la empresa: juicio y organización económica
Así que al menos algunos conceptos del emprendimiento tienen implicaciones para la propiedad de recursos y por tanto para la formación y organización de empresas. Sin embargo, ¿cómo se incorpora bajo el emprendimiento la teoría de la empresa? ¿Qué papel podría desempeñar el emprendedor en las diversas aproximaciones económicas a la empresa?
Teorías consolidadas de la empresa
La teoría neoclásica de la empresa. Como se ha señalado antes, la teoría neoclásica de la empresa que forma la base de los modelos de equilibrio general competitivo (y algunos de teoría de juegos) no tiene espacio para el emprendedor. En los libros de texto de economía, la “empresa” es una función de producción o una serie de posibilidades de producción, una “caja negra” que transforma las entradas en salidas. La empresa se modela como un actor único, que afronta una serie de decisiones que se retratan como no complicadas: cuál es el nivel de producción, cuánto hay que contratar de cada factor y cosas similares. Estas “decisiones”, por supuesto, no son realmente decisiones en absoluto: son cálculos matemáticos triviales, implícitos en los datos subyacentes. A largo plazo, la empresa puede elegir una mezcla de tamaño y producción óptimos, pero incluso estos están determinados por las características de la función de producción (economías de escala, ámbito y secuencia). En resumen: una empresa es una serie de curvas de coste y la “teoría de la empresa” es un problema de cálculo. No hay nada que pueda hacer un emprendedor.
Aunque sea descriptivamente vacua, la aproximación de producción-función tiene el atractivo de la trazabilidad analítica junto con su elegante paralelismo con la teoría neoclásica del consumo (la maximización del beneficio es como la maximización de la utilidad, las isocuantas son como las curvas de indiferencia, etc.). Sin embargo, muchos economistas ahora la ven cada vez más insatisfactoria, ya que no es capaz de tener en cuenta diversas prácticas empresariales del mundo real: integración vertical y lateral, fusiones, diversificación geográfica y de líneas de producción, franquicias, contratación comercial a largo plazo, precios de transferencia, colaboraciones de investigación y muchas otras. Lo inadecuado de la teoría tradicional de la empresa explica mucho del reciente interés por la teoría de la agencia, la economía de los costes de transacción, la aproximación de los derechos de propiedad y otras teorías derivadas del artículo seminal de 1937 de Coase, “La naturaleza de la empresa”.
El marco (contractual) de Coase. Coase (1937) presentaba una forma esencialmente nueva de pensamiento acerca de la empresa. Coase argumentaba que en el mundo de la teoría neoclásica de precios, las empresas no tienen ninguna razón para existir. Como observamos empresas, razonaba, deben ser un “coste para usar el mecanismo de precios” (Coase, 1937: 390). El intercambio del mercado conlleva ciertos costes: descubrimiento los precios relevantes, negociación y aplicación de contratos, etcétera. Dentro de la empresa, el emprendedor podría ser capaz de reducir estos “costes de transacción” coordinando él mismo estas actividades. Sin embargo, la organización interna trae otros tipos de costes de transacción, como los problemas de flujo de información, incentivos, monitorización y evaluación del rendimiento. Así que el límite de la empresa está determinado por el equilibrio marginal entre los costes relativos de transacción del intercambio externo e interno. En un breve trabajo, Coase indicaba los desiderata básicos de la teoría económica de la empresa, explicando de una manera comparativo-institucional la asignación de transacciones a través de estructuras alternativas de gobernanza. Aunque la terminología y las ideas concretas pueden ser diferentes, la mayoría las teorías modernas de la empresa puede decirse que son coasianas tiene sentido de que siguen este programa. ¿Pero qué pasa con el emprendedor en el pensamiento de Coase?
La postura de Coase es ambigua.[13] Aunque usa el término, su “emprendedor” parece estar más dedicado al ejercicio mecánico de comparar los costes de organizar transacciones dadas en estructuras dadas de gobernanza que a las acciones especulativas orientadas al futuro (Boudreaux y Holcombe, 1991). Por otro lado, Coase destaca ciertos aspectos de la operación económica que se entienden mejor en el contexto de las actividades emprendedoras. Curiosamente, su explicación del contrato de empleo apela a la imprevisibilidad y la necesidad de coordinación cualitativa en un mundo de incertidumbre (Langlois y Foss, 1999). Esto proporciona un amplio espacio para el emprendedor como agente especulador y coordinador. Sin embargo, este potencial no se cumple, ni en el pensamiento del propio Coase ni, como veremos, en la contribución postcoasiana a la teoría económica de la empresa.
Economía organizativa moderna. La teoría postcoasiana de la empresa (o, más en general, la economía organizativa) sigue a Coase al concebir la empresa como una entidad contractual cuya existencia, límites y organización interna pueden explicarse en términos de economización de (varios tipos de) costes de transacción. Esto no equivale a decir que ninguna teoría en la economía organizativa moderna se haya ocupado de todos estos tres aspectos claves en un marco unificado que incorpore el mismo tipo de costes de transacción. De hecho una posible perspectiva sobre la división del trabajo que existe dentro de la teoría moderna de la empresa es que aunque la aproximación del agente principal (Holmström y Milgrom, 1991) y la teoría del equipo (Marschak y Radner, 1972) son sobre todo relevantes para la comprensión de la organización interna, las aproximaciones del coste de transacción (Williamson, 1985) y de los derechos de propiedad (Hart, 1995; Hart y Moore, 1990) están pensadas para explicar los límites de la empresa.
Estas aproximaciones han destacado distintos tipos de costes de transacción que llevan a diferentes maneras de imperfección contractual y por tanto a resultados económicos inferiores al ideal de completa información y costes nulos de transacción. Por ejemplo, la teoría del agente principal destaca los costes de monitorización de las relaciones contractuales a la vista de posibles riesgos morales. La aproximación de los derechos de propiedad destaca los costes de escribir contratos (completos). La aproximación del coste de transacción también destaca los costes de contratación, pero particularmente los costes de ajuste a contingencias imprevistas.[14]
De las cuatro aproximaciones, solo la aproximación de los costes de transacción y la aproximación de los derechos de propiedad se consideran convencionalmente teorías de la empresa en sentido estricto. Ni la teoría del equipo ni la teoría del agente principal explican los límites de la empresa, definidos en términos de propiedad de activos (Hart, 1995). Esta explicación debe presuponer que los contratos están incompletos, ya que, de otra manera, todo puede estipularse contractualmente y no hay necesidad de propiedad, el “derecho residual” a tomar decisiones bajo condiciones no especificadas por contrato. La economía del coste de transacción y la teoría de los derechos de propiedad, por el contrario, suponen que los contratos están incompletos, lo que significa que algunas contingencias o resultados no están especificados en el contrato.
Siguiendo a Oliver Williamson (1985, 1996), la economía organizativa ha dado una particular importancia a los activos específicos (o altamente complementarios) para explicar los límites de la empresa.[15] Se dice que los activos son altamente específicos cuando su valor en el (mejor) un uso presente es mucho mayor que su valor en el segundo mejor uso. La inversión en dichos activos expone a los agentes a un riesgo potencial: una vez se han llevado a cabo las inversiones y se han firmado los contratos, cambios imprevistos en las circunstancias pueden dar lugar a una costosa renegociación. Una parte puede amenazar con rescindir el acuerdo (reduciendo el valor de los activos específicos) si no se le asigna una mayor porción de las cuasi-rentas de la producción conjunta. El miedo a verse “atracado” de esta manera distorsiona ex ante los niveles de inversión, reduciendo la plusvalía conjunta producida por la relación. Las cuasi-rentas pueden protegerse a través de integración vertical, en la que la fusión elimina cualquier interés opuesto. Opciones menos extremas incluyen los contratos a largo plazo, la propiedad parcial o los acuerdos para que ambas partes inviertan en garantías propias de la relación. En general, pueden emplearse muchas estructuras de gobernanza. Según la teoría del coste de transacción, las partes tienden a elegir la estructura de gobernanza que mejor controla el problema de la infrainversión, dados los detalles de la relación.
En la formulación de Hart (1995), la integración no elimina el oportunismo, sino que más bien cambian los incentivos para dedicarse al oportunismo. Dando derechos de propiedad a los activos específicos (no humanos) a la parte cuya inversión ex ante hace efectiva más plusvalía conjunta, pueden mitigarse los efectos dañinos del oportunismo. El supuesto clave en esta explicación es que los contratos se dejan incompletos porque (por ejemplo) los costes de transacción de la relación de contratos completos son prohibitivos. Es la necesidad de tomar decisiones bajo circunstancias que no están cubiertas por contrato lo que hace posible el atraco y sus consecuencias.
Colocando al emprendimiento dentro de la teoría moderna de la empresa. El aparato analítico de la economía organizativa moderna ofrece muchas oportunidades para incorporar conceptos de emprendimiento, particularmente la idea del emprendimiento como juicio. Por ejemplo, el énfasis en la propiedad de activos como un aspecto crucial de la organización empresarial se ajusta bien a las opiniones de Knight (1921), igual que el énfasis en la contratación incompleta. Las teorías de la toma de decisiones bajo información asimétrica ayudan a ilustrar lo que distingue al emprendimiento comparado con otros tipos de tomas de decisiones. Sin embargo, en muchos sentidos, la economía moderna de la organización mantiene la estructura de la teoría neoclásica de la empresa a la que sustituyó. Por ejemplo, como han señalado los teóricos de las capacidades (Langlois y Foss, 1999), la economía moderna de la organización solo ha insertado una superestructura de información asimétrica, costes de transacción y similares por encima de la teoría neoclásica de la producción. Además, la economía moderna de la organización es casi tan determinista y “cerrada” como la teoría neoclásica de la empresa: aunque se invocan ocasionalmente en su literatura las nociones de incertidumbre, ignorancia y sorpresa, solo sirven como dispositivos retóricos para justificar la suposición de que los contratos están incompletos (Foss, 2003). Esas nociones no se explican, ni se usan para incorporar procesos ni emprendimiento. Aun así, las ideas claves de la economía organizativa y el concepto de juicio emprendedor pueden aunarse de manera útil en una teoría más completa de la organización económica.
En lo que sigue, mostraremos cómo puede incluirse en la economía organizativa la visión del emprendimiento como juicio. Nos ocuparemos de los tres temas clásicos de la existencia, los límites y la organización interna de la empresa. Consecuentemente con la visión de que el emprendimiento como juicio implica propiedad de activos, empezamos con una explicación de la heterogeneidad del capital.[16]
Activos, atributos y emprendimiento
La función principal del emprendedor es elegir entre las diversas combinaciones de entradas apropiadas para producir bienes concretos (y decidir si estos bienes deberían producirse), basándose en los precios actuales de los factores y los precios futuros esperados de los bienes finales (Knight, 1921).[17] Si el capital es un “bien” único con un solo precio, entonces el emprendimiento se reduce a elegir entre métodos de producción intensivos de capital o intensivos de trabajo (o entre tipos de trabajo).[18] Lachmann (1956: 13, 16), por el contrario, destaca que el emprendimiento en el mundo real consiste principalmente en elegir entre combinaciones de activos heterogéneos de capital:
Vivimos en un mundo de cambios inesperados, por tanto las combinaciones de capital (…) serán siempre cambiantes, se disolverán y reformarán. En esta actividad encontramos la función real del emprendedor.La función del emprendedor (…) es especificar y tomar decisiones sobre la forma concreta que tendrán los recursos de capital. Especifica y modifica el diseño de su fábrica (…) mientras olvidemos la heterogeneidad del capital, también se mantendrá oculta la verdadera función del empresario.
En otras palabras, el problema de la decisión del emprendedor se complica por la heterogeneidad de los activos de capital. Aunque es habitual considerar la heterogeneidad del capital en términos de heterogeneidad física (los barriles de cerveza y los altos hornos son distintos debido a sus diferencias físicas), una aproximación económica destaca que los bienes de capital son heterogéneos porque tienen distintos niveles y tipos de atributos valiosos (siguiendo la terminología de Barzel, 1997).
Atributos. Los atributos son características, funciones, usos posibles de los activos, etc., tal y como los percibe un emprendedor. Por ejemplo una fotocopiadora tiene múltiples atributos porque puede usarse en momentos distintos, por gente distinta, para distintos tipos de trabajos de copia, puede adquirirse en diferentes colores y tamaños y así sucesivamente. Está claro que el prácticamente todos los activos tienen atributos múltiples. Los activos son heterogéneos en la medida en que tienen distintos valores atribuidos y distintos niveles de dichos atributos. Los atributos pueden también variar con el tiempo, incluso para un activo concreto. En un mundo de “verdadera” incertidumbre, es improbable que los emprendedores conozcan todos los atributos relevantes de todos los activos cuando se toman las decisiones de producción. Tampoco los atributos futuros de un activo, al ser usados en la producción, pueden preverse con certidumbre.[19] Los atributos futuros deben descubrirse a lo largo del tiempo, a medida que los activos se usan en la producción. O, por plantear el problema de una manera ligeramente distinta, los atributos futuros se crean a medida que los emprendedores descubren nuevas maneras de usar activos para producir bienes.
Propiedad y emprendimiento. Centrarse en los atributos no solo ayuda a ilustrar el concepto de capital heterogéneo, sino que también ilustra la enorme literatura sobre la propiedad y sus derechos. Barzel (1997) destaca que los derechos de propiedad quedan por encima de los atributos y que los derechos de propiedad para conocer atributos son las unidades relevantes de análisis en su trabajo. Por el contrario, rechaza la noción de propiedad de activos por ser esencialmente legal y extraeconómica. Igualmente, Demsetz argumenta que la noción de “propiedad privada total” sobre los activos es algo “vago” y “debe permanecer así por siempre” porque “hay una infinidad de derechos potenciales de acciones que pueden poseerse (…) Es imposible describir la serie completa de derechos que son potencialmente poseíbles” (Demsetz 1988: 19).
Sin embargo, como hemos señalado antes, la mayoría de los activos tienen atributos no especificados, no creados o no descubiertos todavía y una función importante del emprendimiento es crearlos o descubrirlos. Contrariamente a Demsetz, es exactamente esta característica la que crea un papel distintivo para la propiedad de activos, es decir, para adquirir un título legal para un grupo de atributos existentes, así como para atributos futuros. En concreto, la propiedad es un medio de bajo coste para asignar los derechos a atributos de activos que son creados o descubiertos por el emprendedor-propietario. Por ejemplo, quienes crean o descubren un nuevo conocimiento tienen un incentivo para usarlo directamente porque es costoso transferir conocimiento a otros. En un sistema legal que funciona correctamente, la propiedad de un activo normalmente implica que los tribunales no interferirán cuando un emprendedor-propietario entienda el valor de atributos recién creados o descubiertos de un activo que este poseía. Consecuentemente, el emprendedor-propietario puede normalmente evitar costosas negociaciones con los que han afectado a su creación o descubrimiento. Esto mantiene a raya la disipación del valor. Por supuesto, la misma propiedad del activo proporciona un poderoso incentivo para crear o descubrir nuevos atributos, ya que la propiedad conlleva el derecho legalmente reconocido (y al menos parcialmente aplicado) a la renta de un activo, incluyendo el derecho de renta de los nuevos atributos.[20] A continuación aplicamos estas ideas a los tres asuntos clásicos de la teoría la empresa: existencia, límites y organización interna.
La existencia de la empresa
Mercados incompletos a juicio. Los agentes pueden conseguir rentas de su capital humano a través de tres medios: (1) vendiendo servicios laborales bajo condiciones del mercado, (2) firmando contratos de empleo o (3) creando una empresa. Como argumenta Barzel (1987), el riesgo moral implica que las opciones (1) y (2) son a menudo medios ineficaces para conseguir rentas. En otras palabras, los emprendedores saben por sí mismos que hay bastante riesgo, pero son incapaces de comunicarlo al mercado. Por esta razón pueden aparecer las empresas debido a que las personas cuyos servicios son los más difíciles de medir (y por tanto los más susceptibles al riesgo moral y a la selección adversa) se convierten en emprendedores, empleando y supervisando a otros agentes y comprometiendo su propio capital en la aventura, contribuyendo así a crear un vínculo.
Sin embargo, hay otras razones por las que el mercado puede no ser capaz de evaluar los servicios emprendedores. Por ejemplo, Kirzner (1979: 181) argumenta que “el emprendimiento revela al mercado lo que el mercado no ve como disponible o incluso necesario en absoluto”. Casson (1982: 14) adopta una postura más schumpeteriana, argumentando que “el emprendedor cree que tiene razón, mientras que todos los demás se equivocan. Así que la esencia del emprendimiento es ser diferente, ser diferente porque uno tiene una percepción distinta de la situación” (ver también Casson 1997). En esta situación, aparece la no contratabilidad porque “los factores decisivos (…) están tan en el interior de la persona que toma la decisión que los ‘ejemplos’ no son susceptibles de descripción objetiva ni control externo” (Knight 1921: 251) (ver también Foss 1993). Por tanto, el riesgo moral no es el único factor importante que subyace a la no contratabilidad. Un agente puede ser incapaz de comunicar su “visión” de un experimento comercial (una manera concreta de combinar activos heterogéneos de capital para atender deseos futuros de los consumidores) de tal manera que otros agentes puedan evaluar sus implicaciones económicas. En ese caso, no puede ser un empleado, sino que en su lugar creará su propia empresa. La existencia la empresa puede por tanto explicarse por una categoría específica de costes de transacción, a saber, aquellos que cierran el mercado al juicio emprendedor.
Empresas como experimentos controlados. La idea de mercados incompletos para el juicio nos ayuda a entender la empresa unipersonal. Sin embargo, ideas similares pueden ser también útiles para entender la empresa multipersonal, es decir, pueden ayudarnos a entender la aparición del contrato de empleo.
Consideremos de nuevo la noción de la heterogeneidad (del recurso) de capital. Si el capital es homogéneo, la coordinación de planes es relativamente directa. En el mundo real de los activos heterogéneos de capital, los planes de producción son mucho más difíciles de coordinar. En la “visión de la función de producción” de la empresa, este problema queda a un lado al suponer que los activos controlados por la empresa ya se están usando de la mejor manera posible. Sin embargo, más realistamente, no es probable que exista conocimiento ex ante acerca de la secuencia óptima de tareas (por ejemplo).[21] Dado que las relaciones entre activos son generalmente desconocidas ex ante, hace falta cierta experimentación. Primero, hay que aislar los límites de sistema, es decir, dónde son más probables las relaciones importantes entre activos. Segundo, el proceso experimental debe ser como un experimento controlado (o una serie de dichos experimentos) para aislar el sistema frente a perturbaciones externas. Tercero, debe haber algún tipo de guía para el experimento. Esta puede tomar muchas formas, que pueden ir de instrucciones proporcionadas centralizadamente a acuerdos negociados o entendimientos compartidos de dónde empezar a experimentar, cómo evitar experimentos solapados, como revisar el experimento a la vista de resultados pasados y así sucesivamente. El problema esencial es cómo se organiza mejor este proceso experimental. ¿Explica la necesidad de experimentación la existencia de la empresa o puede organizarse dicha experimentación eficazmente a través de los mercados?
En un mundo de conocimiento completo y costes cero de transacción, todos los derechos a todos los usos de todos los activos podrían especificarse en contratos. Por el contrario, en un mundo de activos heterogéneos con atributos que son difíciles de medir y parcialmente imprevistos, no pueden redactarse contratos completos. La serie resultante de contratos incompletos puede constituir una empresa, un proceso de coordinación gestionado por la dirección central del emprendedor. Si hay implicados activos específicos de relación, el problema del atraco escrito antes se convierte en una preocupación grave. (La especificidad del activo puede ser ella misma un resultado de un proceso experimental). Más en concreto, como la actividad experimental proporciona información acerca de cómo optimizar de sistema, los activos serán cada vez más específicos en términos de tiempo y ubicación. La especificidad temporal y local tenderá a aumentar al estar los activos más eficientemente coordinados. Esto proporciona una justificación para organizar los experimentos dentro de empresas, aunque no es la única. Las empresas también pueden estar justificadas por problemas asociados a la dispersión de conocimiento entre los agentes. Los sistemas de producción puede mostrar múltiples equilibrios y puede no ser evidente cómo coordinar un equilibrio particular o incluso qué equilibrios son preferibles.
En principio, un equipo experimentador podría contratar un consultor externo que dirigiría la actividad experimental, dando consejos sobre la secuencia de acciones y usos de los activos, iniciando los experimentos, llegando las conclusiones apropiadas de cada experimento, determinando cómo deberían influir estas conclusiones en experimentos adicionales y así sucesivamente. Sin embargo, esto probablemente lleve a altos costes de negociación. Bajo la contratación del mercado, cualquier miembro del equipo puede vetar el consejo proporcionado por el consultor y someterse a la autoridad puede ser una manera menos costosa de organizar la actividad experimental. Aquí “autoridad” significa que el emprendedor tiene derecho a redefinir y reasignar derechos de decisión entre miembros del equipo y sancionar a los miembros del equipo que no usen eficazmente sus derechos de decisión. Al poseer estos derechos, los emprendedores-directores pueden realizar experimentos sin tener que renegociar continuamente los contratos, ahorrando costes de negociación y redacción. Esa disposición proporciona por tanto una base para llevar a cabo experimentos “controlados” en los que el emprendedor-director cambia solo algunos aspectos de las tareas relevantes para verificar los efectos de redisposiciones concretas de derechos. Establecer estos derechos de propiedad es equivalente a crear una empresa.
Cambios en los límites de la empresa y experimentación emprendedora
La teoría de los límites de la empresa está íntimamente relacionada con la teoría del emprendimiento, aunque normalmente no se expresa de esta manera. Fusiones, adquisiciones, desinversiones y otras organizaciones se considera más bien como respuestas a una discrepancia de valoración. La adquisición, por ejemplo se produce cuando el valor de los activos de una empresa existente es mayor para una parte externa que para sus propietarios actuales. Dicho de otra manera, una fusión puede ser una respuesta a economías de ámbito, en la que el valor combinado de los activos de las empresas que se fusionan excede la suma de sus valores por separado.
Nuevas combinaciones de activos corporativos pueden generar eficiencias remplazando a directivos de bajo rendimiento, creando sinergias operativas o estableciendo mercados internos de capital. Como otras prácticas empresariales que no se ajustan a los modelos de los libros de texto de competencia, las fusiones, adquisiciones y reestructuraciones financieras se han considerado durante mucho tiempo con sospecha por parte de algunos comentaristas y autoridades regulatorias. Sin embargo, la literatura académica sugiere claramente que las restructuraciones corporativas sí crean valor en general (Jarrell, Brickley y Netter 1988; Andrade, Mitchell y Stafford 2001). Dados dichos beneficios, ¿por qué muchas fusiones se “invierten” en una desinversión, filial o partición? Klein y Klein (2001) distinguen dos visiones básicas. La primera, que podría calificarse como construcción de imperio, sostiene que los directivos atrincherados, al realizar adquisiciones sobre todo para aumentar su propio poder, prestigio o control, producen unas ganancias mínimas de eficiencia y que las adquisiciones por empresas controladas por directivos probablemente produzcan desinversiones ex post. Lo que es más importante, como los motivos de adquisición de empresas son sospechosos, dichas adquisiciones son ineficientes ex ante: los observadores neutrales, basándose en las características previas de la fusión, podrán predecir que resulta improbable que estas fusiones sean viables a lo largo del tiempo. (Además, al permitir estas adquisiciones, los participantes del mercado de capitales también son culpables de error sistemático).
Una segunda visión, a la que Klein y Klein (2001) llaman proceso emprendedor del mercado, reconoce que las adquisiciones no rentables pueden ser “errores” ex post, pero argumentan que el bajo rendimiento a largo plazo no indica ineficiencia ex ante. Y desde la perspectiva del proceso del mercado, una desinversión de activos previamente adquiridos puede significar sencillamente que emprendedores con ánimo de lucro han actualizado sus previsiones de condiciones futuras o incluso aprendido de la experiencia. Como dice Mises (1949: 252): “el resultado de la acción es siempre incierto. La acción es siempre especulación”. Consecuentemente, “el emprendedor real es un especulador, un hombre dispuesto a utilizar su opinión acerca de la estructura futura del mercado en busca de beneficios prometedores en las operaciones del negocio. Esta comprensión anticipativa específica de las condiciones del futuro incierto desafía cualquier regla y sistematización” (p. 585).
Klein y Klein (2001) discuten la evidencia empírica de que el éxito o fracaso a largo plazo de las adquisiciones comparativas no puede, en general, predecirse mediante mediciones del control directivo o los problemas principal-agente. Sin embargo, tienden a producirse tasas más altas de desinversión después de fusiones que se producen en un grupo de fusiones en el mismo sector. Como argumentan Mitchell y Mulherin (1996), Andrade, Mitchell y Stafford (2001), y Andrade y Stafford (2004), las fusions se producen frecuentemente en sectores industriales, sugiriendo que están motivadas en parte por factores propios del sector, como sacudidas regulatorias. Cuando sector es regulado, desregulado o rerregulado, el cálculo económico se hace más difícil y se obstaculiza la actividad emprendedora. No debería sorprender que sea más probable un rendimiento bajo a largo plazo bajo esas condiciones.
Esta noción de toma de decisiones emprendedoras bajo incertidumbre se ajusta a las teorías recientes de las adquisiciones como forma de experimentación (Mosakowski 1997; Boot, Milbourn y Thakor 1999; Matsusaka, 2001). En estos modelos, los emprendedores con ánimo de lucro pueden conocer sus propias capacidades solo probando diversas combinaciones de actividades, lo que podría incluir la diversificación en nuevos sectores. Las empresas pueden por tanto realizar adquisiciones de diversificación incluso sabiendo que dichas adquisiciones es probable que deriven en una desinversión. Este proceso genera información que es útil para revisar los planes emprendedores y por tanto una estrategia adquisición puede tener éxito incluso si las adquisiciones individuales no lo tienen. En estos casos, la viabilidad a largo plazo de una adquisición puede estar sistemáticamente relacionada con características públicamente observables anteriores a la fusión y asociadas con la experimentación, pero no con características asociadas con la discreción directiva.
Organización interna
Emprendimiento productivo y destructivo. En mucha de la literatura del emprendimiento hay una afirmación general, aunque normalmente implícita, de que toda la actividad emprendedora es beneficiosa socialmente (Mises 1949; Kirzner 1973). Sin embargo, como señalan Baumol (1990) y Holcombe (2002), el emprendimiento puede ser socialmente dañino si toma la forma de búsqueda de rentas, tratando de influir en los gobiernos (o en la dirección) para que redistribuyan rentas, consumiendo recursos en el proceso y produciendo una pérdida social. Es por tanto necesario presentar una distinción entre emprendimiento productivo y destructivo.
Cuando los agentes dediquen esfuerzos a descubrir nuevos atributos y a tomar control sobre estos de tal manera que se reduzca la plusvalía conjunta (beneficio social neto), hablaremos de “emprendimiento destructivo”. Así, descubrir nuevas formas de riesgo moral (Holmström 1982), crear atracos (Williamson 1996) e inventar nuevas maneras de dedicarse a actividades de búsqueda de rentas con relación al gobierno (Baumol 1990, Holcombe 2002) son ejemplos de emprendimiento destructivo en el sentido de que representan el descubrimiento de nuevos atributos que disminuyen la plusvalía conjunta. El “emprendimiento productivo” se refiere a la creación o descubrimiento de nuevos atributos que lleven a un aumento en la plusvalía conjunta. Por ejemplo, un franquiciado puede descubrir nuevos sabores locales que a su vez formen la base para nuevos productos en toda la cadena de producción; un empleado puede idear mejores usos de activos de producción y comunicar esto al equipo de calidad del que es miembro; un CEO puede formular un nuevo concepto de negocio; etcétera. A continuación detallamos cómo esta distinción proporciona una manera de desarrollar una aproximación emprendedora a la organización interna. Advirtamos que usamos el término “emprendimiento” más ampliamente que antes, refiriéndonos no solo a decisiones y realizados por propietarios de recursos (emprendimiento en sentido estricto), sino también a decisiones tomadas por empleados, actuando en la toma de decisiones en nombre de los dueños de recursos.
Equilibrios esenciales en la organización interna. El primero de dichos problemas se refiere al control de las actividades emprendedoras destructivas. Por ejemplo, las empresas pueden limitar el uso de los empleados del teléfono y los servicios de Internet especificando muy concretamente sus derechos de uso sobre los activos relevantes, indicándoles que actúen de una manera adecuada con los clientes y que tengan cuidado cuando usen el equipo de la empresa, etcétera. Sin embargo es improbable que las empresas tengan un éxito completo en su intento por impedir dichas actividades. Una razón para esto son los costes de monitorizar a los empleados. Otra razón es que los empleados pueden eludir las limitaciones de una manera creativa; por ejemplo, pueden inventar maneras de ocultar su (mal) uso de Internet. Aunque las empresas pueden saber que tiene lugar ese emprendimiento destructivo, pueden preferir no tratar de limitarlo más. Esto se debe a que en las diversas limitaciones que las empresas imponen a los empleados (o, más en general, que las partes contratantes se imponen entre sí) para acabar con el emprendimiento destructivo pueden tener el efecto colateral indeseado de que se perjudique el emprendimiento productivo (ver Kirzner, 1985).
Más en general, al imponerse (demasiadas) limitaciones a los empleados se puede reducir su propensión a crear o descubrir nuevos atributos de los activos productivos. En todo caso muchas empresas parecen funcionar cada vez más bajo la presunción de que pueden producirse efectos beneficiosos reduciendo las limitaciones a los empleados en diversas dimensiones. Por ejemplo, empresas como 3M asignan tiempo a la investigación de los empleados, que esencialmente son libres de usar casi de cualquier manera que les parezca apropiada, con la esperanza de que esto produzca descubrimientos fortuitos. Muchas empresas de consultoría hacen algo similar. Por supuesto, las empresas industriales saben desde hace mucho tiempo que los empleados con muchos derechos de decisión (los investigadores, por ejemplo) deben ser monitorizados y limitados de maneras distintas, y normalmente mucho más laxas, que aquellos empleados encargados solo de tareas rutinarias. Más en general, el creciente énfasis en el “empoderamiento” durante las últimas décadas refleja una percepción de que los empleados obtienen un beneficio al controlar aspectos de su situación laboral. Además, el movimiento de calidad total destaca que delegar diversos derechos a los empleados les motiva para encontrar nuevas maneras de aumentar la media y reducir la varianza de la calidad (Jensen y Wruck, 1994). En la medida en que esas actividades aumentan la plusvalía conjunta, representan emprendimiento productivo.
Estimular la creación productiva y el descubrimiento de nuevos atributos rebajando las limitaciones a los empleados genera relaciones principal-agente que están menos completamente especificadas. No se trata solo de delegar o transferir derechos concretos de decisión, sino más bien de dar a los agentes oportunidades para ejercitar sus propios juicios, a menudo de largo alcance. Sin embargo, como hemos visto, esto también permite potencialmente el emprendimiento destructivo. Gestionar el equilibrio entre emprendimiento productivo y destructivo se convierte por tanto en una tarea crítica de gestión.
Eligiendo equilibrios eficientes. En este contexto, la propiedad del activo es importante porque da a los emprendedores el derecho a definir las invitaciones contractuales, es decir, a elegir sus propios equilibrios preferidos. Dicho en pocas palabras, la propiedad permite el grado preferido de inconclusión contractual del empresario emprendedor (y por tanto una combinación determinada de emprendimiento productivo y destructivo) a implantar con bajos costes. Esta función de la propiedad es particularmente importante en un proceso dinámico del mercado, del tipo destacado por Knight (en los últimos capítulos de Knight, 1921) y los austriacos (Hayek, 1948; Kirzner, 1973; Littlechild 1986). En ese contexto, un proceso constante de toma juiciosa de decisiones requiere limitaciones contractuales para tratar las conversaciones cambiantes entre emprendimiento productivo y destructivo dentro de la empresa. El poder concedido por la propiedad permite al empresario emprendedor hacer esto o con un bajo coste (para un análisis más completo, ver Foss y Foss, 2002).
Conclusión
La teoría del emprendimiento y la teoría económica de la empresa tienen por tanto mucho que aprender una de otra. Una buena teoría del emprendimiento debería explicar las condiciones bajo las cuales tiene lugar dicho emprendimiento: ¿Necesita el emprendedor una empresa? Hemos argumentado que el concepto de emprendimiento como juicio proporciona la relación más clara entre emprendimiento, propiedad de activos y organización económica. Igualmente, la teoría económica de la empresa puede mejorar sustancialmente tomándose en serio la heterogeneidad esencial de los bienes de capital y la consiguiente necesidad de experimentación emprendedora.
¿Se incorporarán estas ideas a la teoría económica de la empresa? Somos optimistas, pero con cautela. Como estos conceptos se encuentran esencialmente fuera del marco estándar de optimización limitada, son de por sí difíciles de modelar matemáticamente. Los economistas modernos tienen dificultad en apreciar ideas que no se expresen en este lenguaje familiar. De hecho, los avances teóricos más recientes en la teoría económica de la empresa se han desarrollado dentro del marco más formal asociado con Grossman, Hart y Moore, no del marco más “abierto” asociado con Williamson.[22] El relajamiento de esta limitación puede llevar a avances considerables en la comprensión de la empresa por los economistas.
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El artículo original se encuentra aquí.
[1] Los términos “emprendedor” y “emprendimiento” ni siquiera aparecen en los índices de textos importantes sobre la economía de la organización y la dirección, como Brickley, Smith y Zimmerman (2004) o Besanko, Dranove, Shanley y Schaefer (2004). Dos investigaciones británicas sobre liros de texto de principios de economía (Kent, 1989; Kent y Rushing, 1999) confirman una ausencia similar del concepto.
[2] Como señala Machovec (1995: 109), para los economistas clásicos “la especialización y la libertad comercial engendraban oportunidades para las personas atentas”. Al contrario que economistas posteriores, los economistas clásicos sostenían lo que era esencialmente una visión de proceso en la que la competencia se veía “como un tapiz de comportamientos comerciales agresivos que creaban beneficios puros al especular sobre precios futuros, nuevos métodos de ingeniería de producción y nuevas e inspiradoras líneas de productos para atender mejor a los consumidores” (ibíd.: 136). Sin embargo, esto no es verdad para Adam Smith: Schumpeter (1949: 65) escribe que: “la actividad de liderazgo o dirección como función característica desempeñaba un papel sorprendentemente pequeño en el esquema analítico [de Smith] del proceso económico”.
[3] Sobre la historia del concepto de emprendimiento en la teoría económica, ver Elkjaer (1991) e Ibrahim y Vyakarnam (2003).
[4] Sin embargo, esto parece estar cambiando lentamente hacia una comprensión más genérica y de base teórica del emprendimiento.
[5] Sin embargo, como argumenta Gartner (1988: 21), esta literatura emplea varias nociones diferentes (y frecuentemente) contradictorias el emprendimiento. Un “número asombrosamente alto de rasgos y características se han atribuido al emprendedor y un ‘ perfil psicológico’ del empresario ensamblado a partir de estos estudios retrataría algo exuberante, lleno de contradicciones e, inversamente, alguien lleno de cualidades que tendría que ser una especie de ‘hombre normal’ genérico”.
[6] Esto incluye, pero no se limita a la formación de nuevas aventuras empresariales.
[7] Sin embargo, otros escritores influidos por Schumpeter, como Baumol (1993a), sí ven la I+D pública y privada, la escala y ámbito de la protección de patentes y la educación en ciencias básicas como determinantes importantes del nivel de actividad emprendedora.
[8] La visión de Kirzner de una presciencia superior difiere del concepto de Stigler de búsqueda, en el que el valor del nuevo conocimiento se sabe por adelantado, disponible para cualquiera dispuesto a pagar los costos relevantes de investigación. “El investigador de Stigler decide cuánto tiempo merece la pena gastar vagando por prácticos polvorientos y armarios desordenados en búsqueda de un dibujo que (según recuerda la familia) la tía Enid pensaba que podía ser un Lautrec. El emprendedor de Kirzner entra en una casa y mira perezosamente los cuadros que han estado colgados en el mismo lugar durante años. ‘¿Lo que hay en la pared no es un Lautrec?’” (Ricketts, 1987: 58).
[9] Mises (1949) introduce el emprendimiento para explicar pérdidas y ganancias. En la teoría de la productividad marginal de la distribución los trabajadores ganan salarios, los capitalistas ganan intereses y los dueños de factores específicos ganan rentas. Cualquier exceso (déficit) de lo recibido por una empresa sobre estos pagos de factores constituye un beneficio (pérdida). Por tanto, pérdidas y ganancias son retornos del emprendimiento. En un hipotético equilibrio sin incertidumbre (lo que Mises llamaba la “economía de rotación constante”), los capitalistas seguirían ganan de intereses, como recompensa por el préstamo, pero no habría pérdidas ni ganancias.
[10] Knight explica que “con la incertidumbre completamente ausente, teniendo todas las personas un conocimiento perfecto, no habría ocasión para nada del tipo de una gestión responsable o un control de las actividades productivas. (…) Su existencia en el mundo es un resultado directo del hecho de incertidumbre” (1921: 267, 271).
[11] “La obtención de beneficios en un caso particular puede decirse que es el resultado de un juicio superior. Pero es el juicio de un juicio, especialmente del juicio propio, y en un caso individual no hay manera de diferenciar el buen juicio de la buena suerte y una sucesión de casos suficiente como para evaluar el juicio por determinar su valor probable transforma el beneficio en salario. (…) Si (…) se conocieran las capacidades, la compensación por ejercitarlas podría calcularse competitivamente y sería un salario; sólo daría lugar a un beneficio en la medida en que sean desconocidas o conocidas solo por el propio poseedor” (Knight, 1921: 311).
[12] El tratamiento de la producción de Carl Menger (1871) da al emprendedor un papel similar. La producción requiere un “acto de voluntad” y la “supervisión de la ejecución del plan de producción”. Estas funciones “conllevan propiedad y, por tanto, señalan al emprendedor mengeriano como un capitalista-emprendedor” (Salerno, 1998: 30). Menger describe “la dirección de los servicios de capital” como un “requisito necesario” para la actividad económica. Incluso en grandes empresas, aunque pueda emplear a “varios ayudantes”, en propio emprendedor continuará soportan incertidumbre, realizando cálculo económico y supervisando la producción, incluso si estas funciones “se limitan en definitiva (…) a determinar la asignación de porciones de riqueza a propósitos productivos concretos solo mediante categorías generales y a seleccionar y controlar las personas” (Menger, 1871: 160-161).
[13] Coase rechazaba la explicación de Knight (1921). Puede argumentarse que no entendió a Knight (Foss 1996).
[14] Esto tiene un poco de reconstrucción racional por nuestra parte: Los teóricos del contrato formal, como los teóricos del agente principal y del derecho de propiedad, se encuentran incómodos con la noción de un “coste de transacción”.
[15] Por razones expositivas, eliminamos aquí las diferencias entre las versiones de Williamson y Hart de esta explicación.
[16] Para un intento de basar esto explícitamente en la teoría austriaca del capital, ver Foss, Foss, Klein y Klein (2002).
[17] Esta formulación deja claro que los financieros (aquellos que determinan cuánto capital está disponible para cada empresa y cada sector de la industria) son también emprendedores. En la teoría tradicional de la producción-función de la empresa, los mercados de capitales hacen poco más que suministrar capital financiero a los empresarios, que pueden obtener tanto capital como deseen al precio actual de mercado. En una interpretación más compleja, los empresarios no deciden cuánto capital quieren: los capitalistas deciden dónde debe asignarse el capital. Al hacerlo, proporcionan una disciplina esencial al empresario, a quien Mises (1949: 304) llama el “socio menor” del emprendedor.
[18] Además, en un mundo de activos (recursos) homogéneos de capital, la organización económica sería relativamente poco importante. Todos activos de capital poseen los mismos atributos y por tanto los costes de inspeccionar, medir y controlar los atributos de los activos productivos resultaría trivial. Los mercados de intercambio de los activos estarían en la práctica privados de costes de transacción. Permanecerían unos pocos problemas contractuales básicos (en particular, los conflictos principal-agente acerca del suministro de servicios laborales), aunque los trabajadores usarían todos idénticos activos de capital. Sin embargo, es difícil ver qué papel desempeñaría la propiedad de los activos de capital en este mundo. Si los costes de medir y especificar atributos son bajos, emprendedores y dueños de factores podrían contratar atributos y habría pocos incentivos para adquirir la propiedad de los propios activos. Las transacciones que afectaran a esos activos estarían regidas por contratos completos y contingentes. Como los contratos sustituirían a la propiedad en un mundo de capital homogéneo, los límites de las empresas estarían indeterminados (Hart 1995).
[19] Este sentido de incertidumbre se relaciona naturalmente con la noción de los contratos incompletos. Investigaremos las implicaciones de esta idea más tarde.
[20] Además, la propiedad simplifica el proceso del arbitraje emprendedor (Kirzner, 1973) y por tanto ayuda a cerrar bolsas de ignorancia en el mercado, al permitir a los emprendedores adquirir, en una sola transacción, una serie de derechos a atributos (es decir, un activo distinto). Esto significa que las partes no tienen que dedicarse a una costosa negociación acerca de muchos derechos a atributos individuales. Así se minimiza la disipación del valor.
[21] Sorprendentemente, el problema de definir una secuencia óptima de tareas incluso en sistemas de producción relativamente simples puede requerir más capacidad de cálculo del disponible en una supercomputadora (Galloway 1996).
[22] Bajeri y Tadelis (2001) es una excepción importante. Ver Foss (1994) para una defensa de que la obra de Williamson representa una interpretación. Lógicamente “abierta” de Coase, distinguida de esta manera de otros desarrollos de la tradición coasiana
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