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lunes, 24 de abril de 2017

El Banco Central de Rusia compró 24,882 toneladas de oro en marzo de 2017


Oso ruso© PixelRockstar.com

(OroyFinanzas.com) – En marzo de 2017, el Banco Central de Rusia compró 24,822 toneladas (800.000 onzas) de oro para sus reservas oficiales.  En febrero de 2017, el 17% de sus reservas oficiales de divisas eran en oro . Las reservas de oro rusas han aumentado a un total de 1.679,687 toneladas (54 millones de onzas) a fecha de marzo de 2017. En los últimos 12 meses Rusia ha comprado 5 veces más nuevas reservas de oro que China (218 toneladas vs. 45).


Reservas de oro de Rusia de junio 2015 a marzo de 2017
Reservas de oro de Rusia de june 2015 a marzo de 2017
Compras de oro del Banco Central de Rusia en 2017


En enero de 2017, Rusia compró 1.000.000 onzas (31,104 toneladas), en febrero 300.000 onzas (9,33 toneladas) y en marzo 800.000 onzas (24,822 toneladas).


Compras de oro del Banco Central de Rusia en 2016
Entre enero y diciembre de 2016, el banco central ruso incorporó 199,062 nuevas toneladas (6,4 millones de onzas de oro) para sus reservas de oro.
En enero de 2016, Rusia compró 700.000 onzas (21,77 toneladas)en febrero 300.000 onzas (9,33 toneladas), en marzo 500.000 onzas (15,55 toneladas), en abril 500.000 onzas de oro (15,55 toneladas)en mayo 100.000 onzas (3,11 toneladas)en junio 600.000 onzas (18,66 toneladas)en julio 200.000 onzas (6,22 toneladas), en agosto 700.000 onzas (21,77 toneladas) y en septiembre 500.000 onzas (15,55 toneladas). En octubre de 2016 se realizó la compra récord de 40,44 toneladas con 1 millón de onzas. En noviembre de 2016 compraron 31,10 toneladas de oro. En diciembre de 2016, el Banco Central de Rusia no sumó nuevas compras de oro.
En 2015, el Banco Central de Rusia sumó 6.700.000 onzas troy de oro (208 toneladas) a sus reservas de oro.

Patentes y descubrimientos: una nota

Alberto Benegas Lynch (h) estima que el sistema actual de patentes es injusto cuando quien descubre de forma independiente algo que ya ha sido patentado debe resignarse a no producir, pues el primero tiene el monopolio.


En la ciencia y en el conocimiento en general no hay tal cosa como verificación sino corroboraciones provisionales sujetas a posibles refutaciones tal como enseñan entre otros Morris Cohen en su Introducción a la lógica y Karl Popper en su Conjeturas y refutaciones. El progreso científico está basado en esta premisa pero lamentablemente la ignorancia hace posible descansar en certezas que son las que bloquean el progreso porque no permiten acercarse a las verdades, no permiten incorporar tierra fértil en el mar de ignorancia en el que nos desenvolvemos. Ese es el sentido de lo dicho por Emmanuel Carrére. “lo contrario a la verdad no son las mentiras sino las certezas”. Nada humano alcanza la perfección, por tanto se trata de un tránsito sin término en el afán de descubrir nuevos aspectos. El lastre más pesado para el conocimiento son los aferrados al statu quo, son los conservadores a raja tabla, las telarañas mentales que no dan lugar a la aventura del pensamiento. El arraigo al pasado, al inmovilismo y a la superlativa escasez de imaginación para concebir lo mejor constituye el reflejo más potente del atraso.


Emparentado con el tema que ahora abordamos  brevemente —el de las patentes— la Academia Nacional de Ciencias me publicó hace casi treinta años un ensayo (por si fuera de interés, está en Internet reproducido en la revista académica chilena Estudios Públicos) titulado “Apuntes sobre el concepto de copyright” de cuarenta páginas con palabras introductorias de Julio G. H. Olivera, donde intentaba demostrar los inconvenientes de las leyes de copyright, en este caso apunto a lo mismo pero referido a las patentes. Muchos son los autores que han señalado con anterioridad las mismas conclusiones pero esta línea argumental partió de dos trabajos pioneros de Arnold Plant en la London School of Economics, respectivamente titulados “The Economic Theory Concerning Patents for Inventions” (Economica, febrero de 1934) y “The Economic Aspects of Copyrights for Books” (Economica, mayo de 1934).


Antes que nada debe subrayarse que la patente se diferencia de la marca, es decir, constituye un fraude operar bajo la marca (el nombre) de otra empresa o persona. En segundo lugar, es necesario precisar que la patente otorga un privilegio que permite cobrar un precio más alto del que hubiera sido de no mediar la prerrogativa.


En tercer término es de interés destacar que, dados los siempre escasos recursos, la patente desvía factores de producción hacia lo patentable en investigación y desarrollo en dosis mayores de lo que hubiera sucedido de no haber mediado el mencionado privilegio y como las necesidades son ilimitadas se producirá un faltante artificial en otros reglones como, por ejemplo, el pan, la leche, las verduras y las represas. Por otra parte, las universidades de prestigio cuentan con departamentos de investigaciones de gran fertilidad sin privilegios otorgados por los aparatos estatales.


En cuarto lugar, la patente se otorga por cierto número de años lo cual pone de manifiesto que el producto o proceso en cuestión no pertenece estrictamente al patentado sino al gobierno. Si fuera un derecho de propiedad no debiera limitarse en el tiempo sino hasta que el supuesto titular venda o regale.


Quinto, el régimen de las patentes entra en un galimatías al intentar definir lo patentable de lo no patentable. En este último caso, no se autoriza patentar que dos más dos son cuatro o que la Tierra es redonda, solo lo que se dice son invenciones que en verdad son descubrimientos de leyes de la naturaleza preexistentes por lo que no corresponde cobrar y por lo que es permisible copiar, ya sea un procedimiento de ejercicios para el dolor de espalda, el proceso por el cual tiene lugar la electricidad o un nuevo estilo de construcción arquitectónica, situación que no quita la posibilidad cordial de dar crédito a quien descubrió lo dicho, a diferencia de la genuina creación, por ejemplo, la literaria en cuyo caso puede un tercero también comercializar la obra una vez hecha pública (publicada) pero nunca cometer el robo, es decir, el plagio, de usar el texto como si fuera propio (tema sobre el que me explayé en el antes referido ensayo sobre copyrights).


Sexto, en este contexto el prestigio de la marca atrae debido a lo confianza que inspira aunque la fórmula del medicamento, la bebida o lo que fuera sea copiada si es que la competencia real o potencial pudiera acceder a la misma, puesto que en un mercado libre nadie está obligado a hacer pública la fórmula o el proceso que descubrió.


Séptimo, hay un correlato de lo que estamos apuntando con la llamada “teoría de la industria incipiente”. Se dice que los aparatos estatales deben establecer aranceles aduaneros “al efecto de proteger emprendimientos locales hasta que adquieran la experiencia necesaria frente a empresas extranjeras que cuentan con mayor entrenamiento”. Pues esto está mal razonado, en una sociedad abierta el emprendimiento que arroja pérdidas en los primeros períodos (como lo son la mayor parte de la evaluación de proyectos nuevos) con la conjetura de que las ganancias futuras más que compensen los referidos quebrantos iniciales, debe ser financiado por las empresas que pretenden ejecutar el proyecto. Y si los fondos no alcanzaran deberían financiarse con la venta de parte del emprendimiento sea con recursos locales o internacionales. Si nadie en el orbe se interesa por la idea, es por un de dos motivos: o es un cuento chino (lo cual es muy común en estos avatares “proteccionistas” que desprotegen a los consumidores) o, siendo un proyecto rentable hay otros que lo son más y, como queda dicho, siendo los recursos limitados deben establecerse prioridades puesto que todo no puede hacerse al mismo tiempo.


Octavo, en el contexto de las patentes debe subrayarse el eje central del fundamento de la propiedad privada deriva de la naturaleza de las cosas: pone en evidencia que los bienes son escasos en relación a las ilimitadas necesidades. En conexión con lo que apuntamos en el  tercer punto, como hemos enfatizado recientemente en otro contexto, si hubiera de todo para todos todo el tiempo no habría necesidad de asignar y resguardar derechos de propiedad (tal como viene ocurriendo con el oxígeno en este planeta). Como esto no es así, el proceso de asignación de derechos de propiedad se debe a que el uso y la disposición estará en las mejores manos en una sociedad abierta al efecto de proteger el fruto de la propia labor y simultáneamente servir de la mejor manera al prójimo. Quienes administran mejor lo bienes estarán compensados con ganancias y quienes yerran en la operación de sus bienes incurrirán en quebrantos con lo que los patrimonios cambiarán de manos según la eficiencia para atender las demandas de los demás. Sin embargo, en el caso de las patentes el privilegio produce escasez artificialmente.


Noveno, el colmo de la injusticia y lo contraproductivo en el sistema prevalente de patentes es cuando otra persona o empresa descubren por una vía independiente lo mismo que descubrió el patentado tiene que resignarse a no producir puesto que el primero detenta el monopolio.
Cuando en economía se habla de monopolio debe aclararse que hay dos tipos: el que surge en el mercado como consecuencia del apoyo voluntario de los consumidores o el que es impuesto por la fuerza por el gobierno. El primero es consubstancial con el proceso de mercado puesto que no puede existir la segunda empresa en cualquier ramo antes que exista la primera. Es el caso del arco y la flecha en épocas del garrote, es el caso de la computación, de los productos farmacéuticos, de las comunicaciones y de todo lo que inicialmente tiene lugar en el planeta. Lo importante en estas cuestiones es que el mercado esté abierto para que cualquiera en cualquier punto del mundo pueda entrar a competir, lo cual no quiere decir que necesariamente habrá varios oferentes,  esto dependerá de los reclamos de la gente y de los recursos disponibles. Cuantos operarán en cierto rubro será consecuencia de las circunstancias del caso, pero, repetimos, es fundamental que el mercado se encuentre abierto de par en par para cualquiera que se considere en condiciones para competir.
Sin embargo, el segundo tipo de monopolio, el legal, el privilegio otorgado por el gobierno, siempre y en toda circunstancia es dañino sea un monopolio estatal o privado, el precio será superior, la calidad inferior o las dos cosas al mismo tiempo. Este es el caso de las patentes y, como he analizado en mi ensayo que mencioné antes en base a la nutrida bibliografía disponible, esta conclusión también se aplica a las leyes de copyrights.


Arnold Plant y tantos otros intelectuales (destaco especialmente a Fritz Machlup, Lionel Robbins y el premio Nobel en economía Friedrich Hayek) han demostrado en detalle en sus respectivos trabajos los graves inconvenientes de imponer el sistema de patentes, incluso para la calidad de las inversiones en investigación de la propia área en cuestión. Como ha escrito una y otra vez Fredéric Bastiat,  un buen analista no se limita a estudiar las consecuencias visibles y a corto plazo de una política sino que debe interesarse por las consecuencias que a primera vista no se detectan y las que tienen lugar en el largo plazo, es decir, las que se producen en definitiva y en el balance neto.
Cada vez con más frecuencia la política se desvía de lo que en esta instancia del proceso de evolución cultural es su misión de proteger derechos para, en su lugar, atropellarlos. Constituye una regresión al absolutismo. Hoy, en un plano más amplio, Anthony de Jasay ha consignado que “Es bien sabido que de buenas intenciones está pavimentado el camino al infierno, pero no es bien sabido que el camino a la pobreza está pavimentado de la política”, a lo que podríamos agregar lo que decía Ronald Reagan: “Los dos primeros oficios de la humanidad fueron la prostitución y la política, lamentablemente cada vez más el segundo se está pareciendo al primero”. Y esto es urgente revertirlo si queremos sobrevivir. En todo caso, estimamos que este introito al tema de las patentes es suficiente para un artículo periodístico

El fin del mundo

Alfredo Bullard señala los tres errores de Thomas Malthus en su predicción de que el mundo experimentaría una hambruna por causa de una población excesiva.


Dos semanas atrás, escribía sobre el pesimismo del ser humano (“¿Todo tiempo pasado fue mejor?”, 8 de abril del 2017). Sostenía que la evidencia empírica demostraba que, contra lo que se suele decir, la humanidad se ha movido en los últimos dos siglos hacia el desarrollo y a un incremento espectacular del bienestar general. Nunca en la historia hemos estado mejor. Pero, a pesar de la evidencia existente, solemos decir que estamos peor que nunca.


Los comentarios al artículo confirmaron lo que el propio artículo decía: pesimistamente sostenían que los niveles de pobreza se habían incrementado y que nos movíamos hacia el fin del mundo. El calentamiento global, la sobrepoblación, o una combinación de ambos, nos estarían conduciendo a la autodestrucción. El fin del mundo está a la vuelta de la esquina.


Pero ninguna de esas predicciones tiene sustento. No existe ninguna estadística de la que se derive que los habitantes de la Tierra se han empobrecido. Ello no significa que no exista pobreza. Solo significa que cada vez existen menos pobres. Hace 200 años el 90% de la población hubiera sido calificada como pobre extremo. En 1990 era el 37%. Hoy es menos del 10%, según cifras del Banco Mundial.


Más extraordinario aun, esa cifra supone un descenso de más de tres puntos porcentuales de pobreza extrema en menos de cinco años: más 200 millones de personas han salido de la pobreza en ese período (siete veces la población del Perú). Pero más pesimistas aún son las predicciones (científicas, esotéricas o religiosas) sobre cómo estamos al borde de la extinción. Tales predicciones pueblan Internet. Nos hemos despertado varios cientos de mañanas en las que supuestamente el mundo ya no debería existir. Todas tienen algo en común: ninguna se ha cumplido.
La más citada —explícita o implícitamente— en varios de los comentarios fue la predicción de Thomas Malthus.


Malthus profetizó en el siglo XIX que, dado que la población crecía en progresión geométrica pero la producción de alimentos crecía en progresión aritmética, nos dirigíamos hacia una hambruna de dimensiones colosales.


Steven Landsburg, comentando el error de Malthus, cita a un tal Baxter (un hombre común y corriente) que decía que planeaba tener seis hijos para resolver el problema de la población mundial. El razonamiento de Baxter era simple: la gente resuelve problemas y cuanta más gente hay, más problemas se resuelven. ¿Por qué un científico reputado como Malthus estaba en un error y por qué Baxter, un don nadie, estaba en lo correcto?


El primer error de Malthus es no darse cuenta de que ningún otro ser de la naturaleza tiene la capacidad de crear algo nuevo. Ningún animal está en capacidad de transformar el medio ambiente para adaptarlo y poder así sobrevivir. En un mundo con el doble de seres humanos, habrá el doble de posibilidades de tener genios o personas creativas. Eso significa que habrá el doble de posibilidades de tener nuevas ideas. Buenas ideas resolverán problemas como, por ejemplo, producir más para alimentar más gente o resolver el problema del calentamiento global.


El segundo error de Malthus es que, en realidad, el doble de personas creativas no significa el doble de buenas ideas, sino muchas más. Malthus no solo olvidó la creatividad, sino que obvió a las empresas y a los contratos. Dos personas creativas pueden producir más del doble de ideas que una sola. La coordinación crea sinergias y ello aumenta la creatividad. La existencia de empresas y contratos favorece la coordinación. Dentro de una empresa los equipos creativos pueden actuar bajo reglas que incentivan el compartir ideas combatiendo el temor a que estas sean apropiadas por terceros. Los contratos ayudan a crear la certidumbre que disipa ese riesgo.


El tercer error de Malthus está en olvidar que la creatividad no solo beneficia al creador o a la empresa que lo acoge. Como decía Thomas Jefferson, tener una idea creativa es como encender una vela (hoy diríamos como encender un foco): una vez que lo haces no puedes evitar que la luz ilumine a los demás que están en la habitación.


Solo un pesimismo desinformado explica la extraña popularidad de Malthus. Sin embargo, todo indica que nuestro futuro será mejor que nuestro ya promisorio presente y mucho mejor que nuestro pasado.


Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 22 de abril de 2017.

El "problema" de los ingresos públicos

Carlos Rodríguez Braun dice que el problema de los economistas que no salen de la teoría neoclásica es que siguen en la edad de la inocencia con respecto al Estado.



Se dice que nuestra Hacienda Pública tiene un solo problema: los ingresos. Es de puro sentido común: si no hay suficiente dinero, habrá que ingresar más. Lo subrayaron los gobernantes de las autonomías: o entra más dinero o vamos a dejar a una señora sin sanidad. Luis de Guindos remató la consigna y sostuvo: la sociedad quiere el Estado de bienestar, con lo cual hay que ver qué hacemos para aumentar los ingresos públicos.


Lo más deplorable, y revelador, de toda esta cuestión, sin embargo, no reside en los políticos, cuyos intereses son más o menos detectables. Lo triste son mis colegas economistas que eluden el estudio del Estado. En su arrogancia, incapaces de ir más allá de la teoría neoclásica, puramente asignativa, sólo ven un mero problema técnico.


No entran a analizar el Estado, que es para ellos una variable exógena. Existe un proceso ideológico/político que revela las preferencias de la sociedad por un nivel de gasto determinado. Una vez conocido ese nivel, la labor del economista es establecer la manera más eficiente de recaudar el dinero necesario para sufragarlo.


A partir de ahí no hay opiniones realmente para todos los gustos, sino una coincidencia poco analizada. En la actualidad, el mantra es: hay que acabar con las deducciones porque, claro, no se pueden subir los impuestos (¡explícitamente!). Otra variante de estos juegos malabares es el IVA: no hay que subirlo, claro que no, pero tampoco bajarlo, salvo para unas pocas actividades; es necesario acabar con el tipo super-reducido, y al mismo tiempo (se precipitan a aclarar como si tuvieran todos los elementos en consideración), hay que compensar a los perdedores a través de la redistribución por vía del gasto.


Son legión los supuestos “expertos” que declaman en este sentido, y abarcan un amplio espectro ideológico. En la misma línea, así como Podemos quiere subirles los impuestos a millones de trabajadores españoles, eliminando la deducción fiscal de los planes de pensiones privados, conviene no olvidar que quien empezó a reducir esa deducción fue el supuesto gobierno “neoliberal” de Mariano Rajoy, que no deja de insistir en que el problema aquí son los ingresos, y que es urgente preservar el Estado de bienestar.


Pero volvamos a los economistas y a su fofo pensamiento. Se me dirá: también Hicks dijo que no había que analizar el Estado en Value and Capital. De acuerdo, pero el libro fue publicado en 1939. Tiene menos justificación la muchedumbre de economistas convencionales, siempre altivos y desdeñosos frente a quienes recelan de su pretendida sabiduría, que simplemente ignoran que a James Buchanan le dieron el Nobel por eso: por haber sacado a los economistas de su edad de la inocencia con respecto al Estado. Quiero decir, a los economistas que se dejaron.



domingo, 23 de abril de 2017

Mélenchon: cómo copiar a Le Pen desde la extrema izquierda








Mélenchon: cómo copiar a Le Pen desde la extrema izquierda

Francia es el país de la Eurozona con un Estado más grande: su gasto público equivale al 56% de su PIB. Para muchos, un sector público tan descomunal debería ser garantía de estabilidad, paz social, bienestar y armonía. Y, sin embargo, las encuestas estiman que más del 40% de los votantes franceses brindarán su apoyo o a la extrema izquierda de Mélenchon o a la extrema derecha de Le Pen.


En un esquema ideológico lineal, Mélenchon debería ser el extremo opuesto a Le Pen. En la realidad, sin embargo, Mélenchon y Le Pen guardan muchas semejanzas, tanto en el ámbit no económico (ambos abogan por un control político de los medios de comunicación, restablecer el servicio militar obligatorio, salir de la OTAN o promover el imperialismo cultural francófilo), como sobre todo en el económico. Mélenchon, como Le Pen, apuesta por aun más gasto público, por más impuestos, por más proteccionismo, por más regulaciones, por más crédito barato, por más endeudamiento público, por más estímulos keynesianos y por más planificación económica. Antiliberalismo rampante compartido por ambos.


En su momento, ya tuvimos ocasión de analizar con cierto detenimiento el horroroso programa económico de Le Pen. Ahora procederemos a estudiar el de Mélenchon, ese político al que Pablo Iglesias considera su tovarish francés.


Hipertrofia del sector público


Como hemos comentado al comienzo, Francia ya es el Estado europeo con un sector público más voluminoso y, pese a ello, Mélenchon apuesta por engordarlo todavía más. El candidato de extrema izquierda aboga por un megaplan E de 100.000 millones de euros (capítulo 18 de su programa), por reindustrializar el país a golpe de planificación estatal (capítulo 18), por revertir las privatizaciones realizadas y por otorgar al Estado el derecho de expropiación de empresas en atención a un vaporoso “interés público” (capítulo 16), por implantar la jubilación a los 60 años (capítulo 31), por incrementar el salario de los funcionarios (capítulo 30), por establecer una elevada renta mínima de inserción y por implantar la gratuidad de los suministros básicos (capítulo 33), por construir 200.000 viviendas públicas (capítulo 34) y por ofrecer un puesto de trabajo a todas aquellas personas que se lo soliciten al Estado (capítulo 26).


¿Cómo se paga todo esto? Pues subiendo masivamente los impuestos: el candidato de extrema izquierda desea unificar el régimen de rendimientos del trabajo y del capital, aumentar el número de tramos del IRPF de 5 a 14, crear un IVA para los bienes de lujo, establecer un tipo impositivo del 100% para rentas superiores a 400.000 euros anuales, incrementar el impuesto sobre la riqueza y el de Sucesiones, estableciendo a su vez una herencia máxima de 33 millones de euros (capítulo 36). Asimismo, pretende incrementar las cotizaciones sociales de todos los trabajadores y eliminar las deducciones por contribuciones a planes de pensiones (capítulo 31), subir el impuesto a la compraventa de viviendas (capítulo 34), establecer un impuesto sobre las transacciones financieras (capítulo 19), aumentar el Impuesto sobre Sociedades en función del uso que las compañías hagan de los beneficios (capítulo 20) y combatir el “dumping fiscal” dentro de la Unión Europea armonizando todos los tributos nacionales al alza (capítulo 51). El único impuesto que promete reducir es el IVA sobre bienes básicos (capítulo 36).
Pero Mélenchon es consciente de que, incluso con este salvaje expolio tributario, no conseguirá sufragar ni una pequeña parte de sus alocadas y populistas promesas de gasto (entre otras cosas, porque hundirá la actividad económica y, por tanto, las bases imponibles). De ahí que abogue, como Le Pen, por recurrir a otra forma de financiarlo: más endeudamiento público e inflación.


Deuda pública e inflación


Mélenchon promete sacar a Francia del Pacto de Estabilidad y Crecimiento para facilitar que el Estado galo pueda acumular sistemáticamente déficits anuales por encima del 3% (capítulo 49), así como acabar con la independencia del BCE (capítulo 51) para monetizar toda aquella deuda pública que desee (capítulo 35). Si sus socios europeos se niegan a consentirle tal indisciplina fiscal y monetaria, Mélenchon —como Le Pen— amenaza con abandonar de facto la Unión Europea y la Eurozona, llegando a imponer una moneda paralela (el nuevo franco) gestionada por el Banco de Francia (capítulo 52).
Para completar esta farsa inflacionista, en la que los ciudadanos más pobres pagarán con un poder adquisitivo mermado la hipertrofia del sector público francés, el candidato de extrema izquierda aboga por una reestructuración de la deuda pública (capítulo 35): es decir, “primero emito deuda para gastar más de lo que ingreso y luego no te pago lo que te debo”.
Acaso uno podría pensar que Mélenchon pretende sufragar su gigantesco Leviatán estimulando la actividad del sector privado a pesar del estallido fiscal: si la economía privada se vuelve mucho más productiva, los ingresos tributarios crecerán vía mayores bases imponibles. Pero, más bien, lo que aspira a hacer el candidato de extrema izquierda es hundir al sector empresarial con unas regulaciones laborales draconianas.


Hiperregulación del mercado laboral


Mélenchon busca disparar el coste de la mano de obra en Francia: por un lado, aboga por aumentar a seis el número de semanas de vacaciones pagadas y por reducir a 32 horas la jornada laboral semanal (capítulo 28) y, por otro, propone incrementar el salario mínimo hasta los 1.356 euros mensuales (capítulo 30). A su vez, pretende prohibir los despidos colectivos en empresas que disfruten de beneficios (capítulo 23) y otorgar progresivamente a los trabajadores el control económico de las grandes empresas (capítulo 10). Por último, y para terminar de repeler a los empleados más cualificados, defiende imponer dentro de cada empresa un salario máximo igual a 20 veces el salario mínimo así como prohibir la remuneración de los trabajadores vía reparto de acciones de la compañía (capítulo 29).
Evidentemente, bajo estas condiciones regulatorias, las empresas franceses lo tendrán enormemente complicado para levantar cabeza, sobre todo en el contexto de una economía abierta al exterior. ¿Cómo competir con compañías extranjeras si decido atarme ambas manos a la espalda y pegarme un tiro en el pie? Es por ello que Mélenchon propugna dos vías para mantener con respiración asistida a su devastado sector empresarial: la primera, cerrar las fronteras francesas a la competencia exterior; la segunda, favorecer el hiperendeudamiento de las empresas nacionales para que, al menos durante un tiempo, puedan invertir con cargo al crédito barato.


Antiglobalización


Mélenchon, al igual que Le Pen, milita en las filas del mercantilismo y de la antiglobalización. De ahí que, como Le Pen, pretenda salir de todos los tratos de libre comercio (capítulo 49), abandonar la Organización Mundial del Comercio para instaurar un “proteccionismo solidario” que penalice a los países pobres que no cumplan con ciertos estándares laborales y medioambientales (capítulo 57), establecer aranceles para proteger los sectores estratégicos de Francia como el acero o la industria fotovoltaica (capítulo 17) y devaluar el euro (capítulo 51).
Mélenchon, al igual que Le Pen, ni siquiera pretende respetar la libertad de movimientos dentro de la Unión Europea: propugna establecer controles nacionales al movimiento intraeuropeo de capitales y de mercancías (capítulo 51). La única diferencia con la extrema derecha es que, de momento, no anuncia barreras a la libertad de movimientos de personas dentro de la UE. Todo se andará.


Sobreendeudamiento del sector privado


El candidato de extrema izquierda promete restablecer la banca pública para que preste a las pymes a tipos de interés del 0% (capítulo 21): una orgía burbujística de financiación barata que, para más inri, quiere que se canalice sólo vía deuda y no vía fondos propios. A la postre, si Mélenchon pretende avanzar en la socialización sindical de las compañías francesas, la captación de capital vía fondos propios no tiene demasiado sentido. De ahí que el candidato de extrema izquierda se haya comprometido a iniciar una cruzada contra la captación de financiación a través del mercado bursátil: poner fin a la cotización continua de las acciones, modular el derecho a voto de los accionistas en función del tiempo de posesión de estos títulos valor (capítulo 20) o cerrar los mercados OTC (capítulo 19). Potenciar a los acreedores públicos y expulsar a los accionistas privados.


Conclusión


El programa de Mélenchon es un absoluto despropósito económico: por un lado destruye las escasas bases de crecimiento que le restan a la economía francesa y, por otro, sobredimensionada todavía más un Estado ya de por sí hipertrofiado. Se pauperiza a la población con más regulaciones, restricciones, intervenciones e impuestos y, acto seguido, se le ofrece una dádiva estatal para convertirla en sierva dependiente del sector público. “Te impido alimentarte y luego te ordeno que no muerdas mi mano que te da de comer”. La estampa no es demasiado distinta a la de Le Pen, pues ambos candidatos aborrecen las sociedades abiertas conformadas por individuos independientes del poder político y que mantienen relaciones voluntarias con cualesquiera otras personas ubicadas en cualquier punto del planeta. Ni Macron ni Fillon son candidatos que impulsen nada remotamente similar a un programa político liberal, pero frente al suicidio que prometen la extrema derecha y la extrema izquierda, cualquier mediocridad socialdemócrata termina resultando preferible.