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martes, 17 de mayo de 2016

Carl Schmitt. “Teoría de la Constitución”



Carl Schmitt. “Teoría de la Constitución”


Teoría de la ConstituciónCarl Schmitt. “Teoría de la Constitución”, Madrid, Alianza editorial, 2011, pp. 494.
por Ignacio Álvarez O’Dogherty, doctorando de la Universidad CEU San Pablo.
Las frecuentes alusiones de muchos de nuestros mandatarios contemporáneos en lo que a la “estabilidad”, “afianzamiento”, “dignidad”, “respeto”, “integridad”, “defensa”, “victoria” y “confianza” delEstado de Derecho se refieren, no hacen más que intentar arraigar, en la confusa mentalidad política actual, uno de los mayores mitos políticos de nuestro tiempo. Baste citar esta obra del conocido jurista alemán, para que podamos entender mejor los presupuestos y elementos fundamentales que caracterizan a este edificio del derecho positivo, la obra magna que el liberalismo político rememora con nostalgia como su edad de oro.
Para Carl Schmitt, resulta claro que la unidad de la Nación moderna se debe a un acto político garantizado por el Estado, que ayuda con su mecanismo al mantenimiento de la soberanía. Desde entonces, el problema desencadenado, de manera especialmente gráfica en el s. XIX, era saber quién mandaba y mantener el equilibrio de la soberanía a través del sistema de los contrapoderes, procurando su separación y distinción. El problema en cada entidad nacional desde entonces, hasta ahora, ha sido cómo se podía bascular la tensión del poder entre esos dos extremos opuestos cuya misma polaridad configura el esquema básico del Estado moderno: la soberanía de uno solo (la del rey o dictador) y la de la llamada soberanía popular o democracia que, como Schmitt sostiene, reviste de igual modo el carácter de una dictadura, pues su decisión tiene voluntad de dictaminar la forma de la propia existencia política y siempre es personal, a pesar de que revista la forma de una comisión.Asamblea constituyente
De este modo se llega  al paradigma moderno del estado delciudadano, un ente abstracto configurado a través del pacto recogido en la Constitución por medio del llamado poder constituyente. La decisión de tal poder, análogo por otra parte al poder de creación ex-nihilo del Dios del Génesis, contiene así un cierto fundamento ontologizador al afectar, en palabras de Schmitt, a la forma de “existencia política” de los individuos contenidos en tal pacto.
Identidad y representación: contrapoderes existenciales necesarios
Uno de los puntos fundamentales destacados por Schmitt en este sencillo manual de filosofía del Derecho Constitucional, reside en el problema político inaugurado hace dos siglos y del que nunca terminan de asimilarse sus consecuencias prácticas: la representación de la soberanía popular.  Y es que a la legitimidad del monarca absoluto -procedente del Derecho Divino de los Reyes protestante-, que identificaba un pueblo con su rey, le sigue consecuentemente la identificación que el pueblo encuentra en sus representantes. La equivalencia es tal, pues hoy -quizás no se sepa lo suficiente- el Derecho Divino está instalado en la palabra “democracia”. No obstante… ¿existe realmente esta equivalencia política en la representación en nuestro tiempo? Esta pregunta resulta clave hoy más que nunca, pues en ella está en juego todo el ser político -y tal vez algo más- de un pueblo, además de otros factores como la unidad de una Nación.
Escaño vacío
El sistema de escaños fantasmas
Si la monarquía absoluta entrañaba una representación absoluta, con la soberanía popular la representación no se realiza en menor grado sino de forma distinta, diversa. Ya no será una persona quien, de manera totalizante, encarne un Estado, sino una nueva pluralidad. Por eso suele recordarse que lo que la Revolución francesa trajo consigo fue, entre otras cosas, a los partidos políticos. Esto implica: primero, que el pueblo no se representa participando directamente en los asuntos públicos, sino por los cauces diversos de lo que entendemos extensivamente por “opinión pública”; después, que el pueblo no elige a sus representantes sino que es la comisión constituyente la que normalmente estatuye a los representantes del pueblo, sirviéndose, por ejemplo, de normas que regulan el funcionamiento de las elecciones. Y es que a falta de libertad política, la representación será el mal necesario para que el orden constitucional del Estado moderno se establezca. Cabe señalar además que caer en el extremo de la idea representativa resulta un peligro pues, como dice Carl Schmitt:
Democracia el roto
En ningún lugar ni en ningún momento ha existido una identidad absoluta y completa del pueblo presente consigo mismo como unidad política. Todo intento de realizar una democracia pura y directa tiene que observar esos límites de la identidad democrática“.

En última instancia, esto anula por completo la mediación “teatral”, si se quiere, de la representación. La idea de una democracia directa, como sostienen muchos estudiosos de Ciencia Política actuales, además de privatizar el sentido de lo público tal y como se entiende con el Estado moderno, elimina la noción de autoridad contenida en la idea de representate -un magister, al fin y al cabo-, al tiempo que, por cierto, se da un paso más destinado a la politización de la existencia, algo que todos vivimos en el presente.
Dicho en otros términos: la mentalidad creada por el Estado, su ideología, en forma de “estatismo”, será tanto más influyente cuanto menos tiendan a diferenciarse estos dos principios de identidad y representación, ya sea por asunción consciente que busca de alguna manera la reforma del sistema, o por la resignación general de la conciencia, es decir, en última instancia, la despersonalización o descuido de lo privado ante el asedio de lo político.
De la política a la creencia: teología política
Ciertos expertos en Carl Schmitt aseguran que ésta Teoría de la Constitución, que escribió hacia 1928, resulta una de sus obras más completas. Y lo cierto es que, cualquier buen conocedor de la obra del alemán se da cuenta de que, en este manual de Derecho, laten constantemente muchas de sus preocupaciones como son el problema de la unidad de la soberanía y la importancia de la decisión en la configuración de la dictadura moderna, la forma normativa del orden buscado por el Estado de Derecho liberal burgués y, de una manera especial, las conexiones entre la teología cristiana y la política post-revolucionaria. La analogía más básica la encontramos en la asociación del principio de legitimidad monárquica con la trascendencia de un Dios personal y la legitimidad democrática asociada con la inmanencia y un principio teológico secularizado como el de la igualdad. Algo que permite entender, también desde la política, la creencias religiosas de un pueblo.  Ese “dime en qué Dios crees y te diré quien eres”, viene también determinado por la forma política de una época.  ¿No podemos ver una relación entre ese Dios ajeno a su Creación con los sistemas normativos cerrados y autónomos de muchos teóricos del Estado de Derecho?, ¿y entre la igualdad de todos los hombres ante Dios con la igualdad ciudadana ante la ley del Estado, como refería Tocqueville? Atendiendo a la forma decimonónica del Estado, Schmitt nos puede recordar así a un Donoso Cortés:
Da Vinci y el Dios creadorLa burguesía liberal quiere un Dios, pero un Dios que no sea activo; quiere un monarca, pero impotente; reclama la libertad y la igualdad, pero al mismo tiempo, la restricción del sufragio a las clases poseedoras para asegurar la necesaria influencia de la cultura y de la propiedad en la legislación“.
La dicotomía entre un Dios cercano e interventor y un Dios creador de un orden perfecto resultan fundamentales para entender especialmente toda la política europea del s. XIX y buena parte de la del s. XX.
Si atendemos a estos fundamentos, siempre podremos decir que la verdadera revolución política comenzó siendo una revolución escatológica. Y así, la primera no puede perder de vista la segunda, incluso cuando cree hallarse lejos de todo cielo para actuar sobre el mundo. Pues no es una novedad el decir que la escatología política -si podemos emplear este término- se encuentran también muy presente incluso para el supuesto del extremo democrático: un pueblo o “humanidad” que intenta determinarse a sí misma.
Para Schmitt el problema está claro: el pueblo no puede estar absolutamente presente, ni estar por tanto absolutamente representado, ni, a fortiori, conservar una unidad política. Lo sucedido en 1789 tuvo, de hecho, que explotar hacia afuera para, inmediatamente después, ser fuertemente representada. Nos preguntamos, entonces: ¿que otra deriva política le queda a la forma ateiológica democrática?

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